A pie de foto / La decadencia del civismo / Javier Celorrio

 

Creer que el antídoto a la pandemia en forma de vacuna está a la vuelta de la esquina y que por tanto arribar al puerto de la normalidad es pan comido, es la gran estupidez de algunos irresponsables convencidos que el simple anuncio de la misma ya es sinónimo de inmunidad, al igual lo es su pertinaz cretinez en seguir creyendo que la enfermedad es algo ajena a ellos y mucho menos provocada por sus acciones. El virus se mueve, viaja, traspasa y como esos turistas del mundicolor no se fijan mucho en el lugar al que van, simplemente caen allí donde dicen el selfie es brutal y el resto del viaje se lo pasan mirando la pantalla por ver los likes que obtienen y el asombro suscitado en su entorno virtual por el exótico viaje. Claro que en el caso de la enfermedad cuanto mas likes más letal es. Pero ¿es el irresponsable sólo el culpable?

En los últimos tiempos los comportamientos de respeto vienen dictados por una moral laxa, facilona, expuesta como cambalache de saldo y baratillo. Así, que pasmarnos ahora ante ciertas situaciones como el no uso de mascarilla, las fiestas multitudinarias y clandestinas o los botellones cuando llevamos tiempo en un exceso de contaminación acústica diurna y nocturna, calles convertidas en pocilgas tras la fiesta de madrugada diaria y la absoluta y total falta de urbanidad y respeto con el contrario es cuanto menos paradójico. Si algo brilla por su ausencia, en esta sociedad donde el oropel es marca y el descaro de «hago lo que me da la gana por derecho» su divisa, es la educación alimentada por la cultura. Hace gracia escuchar, desde quienes se llaman progresistas, ante la reprobación de alguno de estos comportamientos el calificativo de fascista como dardo letal que te confina a la categoría de quincalla viviente o zombi surgido del peor de los tiempos. Desconocen en esas letanías lanzadas que precisamente es su actitud el perfecto caldo de cultivo para alimentar los totalitarismos de cualquier signo y ellos precisamente sus portadores.

Nos creiamos una sociedad solidaria, empática, cívica y un rasgado en el velo muestra que tras el cándido supuesto el escenario es la decadencia del civismo retroalimentado de alienaciones varias que no quiere decir su nombre en aras de su propia bulimia de excesos y que cuando lo extraño aparece muestra su osamenta decadente de civismo, su anorexia de auténtica libertad, un cinismo de esperpento.

La razón de tanta incivilidad la encontraríamos, utilicemos el modo condicional en beneficio de la duda, en que vivimos una sociedad de cristal o mejor metacrilatada, encapsulada, hiperprotegida por los poderes políticos en su interés partidista de conservación de poder y la herramienta antigua, pero de eficacia probadisísima, del pan y circo como manera más descarada de ocultar la verdad y distraer al personal. Y una herramienta de nuestro tiempo para el espectáculo, peor que un león u oso hambriento en la arena del sacrificio, es propagar fakenews contra el adversario, sea cual sea el mismo y sea cual sea el momento, y hacer que recorran las redes sociales para ser tragadas a pie juntillas por un lector cuya máxima concentración no va más allá de los escuetos caracteres del tuitero, ha tiempo entontecido de eufemismos y con notable predisposición a creer lo que conviene a quienes han dictado, previo abono del terreno, desde sus despachos de aséptico y casi zen interiorismo, la proclama al pairo de su interés, siempre cuidándose mucho de no perturbar el «por derecho» del ciudadano vicariamente libre y de un aparente «sin deberes» tan cómodo para quienes manejan los hilos.

Tras esto de qué extrañarnos, a qué pedir cordura a quien se ha alimentado de falsos plazos, de esperanzas que han resultado vanas, de apósitos farmacéuticos en propio umbral del principio de incertidumbre que desde marzo los ciudadanos llevamos soportando en un circo mediático de incongruencias que ha tenido hasta el descaro de crear un ente medíatico, con pinta de profesor chiflado, en la figura de Simón.

Ahora nos preparan para la Navidad y para ello nos confinan previamente, aleccionando para la vuelta a la «nueva normalidad» con las ya manidas consignas impartidas a colegiales, que a la primera de cambio, una vez se de la vuelta el profesor harán lo que les venga en gana. Y es esa la excusa perfecta, el único argumento que juega a favor de nuestros políticos: la culpabilidad del otro en su reiteración en el pecado. No esperemos que nuestros dirigentes reconozcan que se han equivocado, que han errado, que desconocían cual era la situación exacta. La soberbia de la clase política que nos ha tocado junto a la pandemia no admite ese tipo de humildades.

Cada vez que les oigo me recuerda a un cura, creo que se llamaba el padre Felipe, que en el colegio nos daba clase de religión y que una tarde narrando los rigores del infierno y sus demonios se le fue tanto la pinza que sufrió algo así como una crisis bipolar en plena lección. Fue la única vez he que visto poner en vivo la camisa de fuerzas a alguien. Haberla, la hubo, ahora se inyecta un calmante y apenas se nota.

Cuídense cuando nos vuelvan a soltar, que nadie lo hará por ti, pese a lo que oigas. Ah, y la vacuna, ya sabes, para cuando a San José le florezca la vara o el Bautista nos lleve de botellón en su romería marinera. Antes, ya verás con que alegría cambian fechas… digo Diego… usted entendió lo que yo no dije… Siempre, siempre la culpa es del otro. O sea, de la irresponsabilidad tan alegremente irrigada de muchos años de feria. Ahora, como a los Pantoja, nos aparece la herencia envenenada.

 

 

 

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