¿Cómo puede uno darse tanta importancia sabiendo que la muerte nos está acechando? -preguntó.
-Cuando estés impaciente -prosiguió-, lo que debes hacer es voltear a la izquierda y pedir consejo a tu muerte. Una inmensa cantidad de mezquindad se pierde con sólo que tu muerte te haga un gesto, o alcances a echarle un vistazo, o nada más con que tengas la sensación de que tu compañera está allí vigilándote.
Volvió a inclinarse y me susurró al oído que, si volteaba de golpe hacia la izquierda, al ver su señal, podría ver nuevamente a mi muerte en el peñasco. Sus ojos me hicieron una seña casi imperceptible, pero no me atreví a mirar.
Le dije que le creía y que no era necesario llevar más lejos el asunto, porque me hallaba aterrado. El soltó una de sus rugientes carcajadas.
Respondió que el asunto de nuestra muerte nunca se llevaba lo bastante lejos. Y yo argumenté que para mi no tendría sentido seguir pensando en mi muerte, ya que eso sólo produciría desazón y miedo.
-¡Eso es pura idiotez! -exclamo-. La muerte es la única consejera sabia que tenemos. Cada vez que sientas, como siempre lo haces, que todo está saliendo mal y que estás a punto de ser aniquilado vuélvete hacia tu muerte y pregúntale si es cierto. Tu muerte te dirá que te equivocas; que nada importa en realidad mas que su toque. Tu muerte te dirá: «Todavía no te he tocado».
El anterior diálogo pertenece al Viaje a Ixtlan de Carlos Castaneda, controvertido antropólogo tan de moda en la década de los setenta con una experiencia literaria cercana a la muy actual de la intertextualidad, ya que se dice, en sus libros intercaló textos de diversas fuentes aplicándolos a lo que se suponía el conjunto de diversas historias por el experimentadas desde su formación de antropólogo. Muchos modernos se quedaron colgados de las enseñanzas del brujo yaqui Don Juan, principal interlocutor de la obra de Castaneda atendiendo la llamada de los psicotrópicos como la senda liberadora para alguno de toda la parafernalia consumista y alienante de la sociedad de entonces. Muchos acabaron mal y otros ni bien ni mal: no miraron bien a su izquierda por ver que decía la muerte.
Los domingos me gusta rebuscar por los tenderetes de libros de segunda mano del mercadillo del paseo de Blas Infante: se descubren joyas descatalogadas; libros que nosotros mismo descartamos de nuestra memoria o perdimos y que de repente encontramos en esos tenderetes donde conviven bestsellers inefables con autores que en su tiempo fueron todo y ahora no reconoce nadie. No se crean que estoy hablando de autores de hace un siglo, a lo más que tienen algunos es menos de una década y que en su día fueron catapultados a las altas cimas de la literatura (siempre por el marketing de las editoriales) y sin cualquier reparo el tiempo los devoró en favor de otro. En unos casos el olvido es justo, en otros duele constatar que nosotros mismos somos olvido con ellos. A veces, las portadas desatan esos nudos de difícil liberación que oprimen la memoria, una madalena impregnada de la tisana de Proust, pero que en su calidad de proyectos autobiográficos nos platea el interrogante de si fuimos así.
«Es domingo y los chicos juegan en la playa…», así comenzaba Zona Sagrada de Carlos Fuentes. Obra que también pertenece a la época de los libros de Castaneda y con el que guardo cierta superstición, pues la primera vez que lo adquirí, tras leerlo y encandilarme con la prosa y la historia, lo presté a un amigo pintor que nunca me lo devolvió porque murió, y el segundo ejemplar que compré años después, me lo olvide en la guantera del coche de unos conocidos y tampoco lo recuperé puesto que a los pocos días tuvieron un accidente mortal y el coche quedó calcinado. Y aquí, entre la ristra de títulos ajados, aparece otro ejemplar al que casi ni me atrevo a tocar. Miro a mi izquierda por si acaso, tal la recomendación de Don Juan, pero hay una señora entrada en carnes sin aspecto de llevar guadaña en su bandolera de marca apócrifa y brillibrilli en su considerable pechera. No creo que Perséfone vista ahora outfit de funcionaria en weekend. O sea, que me atrevo y lo abro y ahí sigue mágico con los atrayentes chicos que en domingo juegan futbol en la playa, mientras Mito los mira y como un cuervo planea la presencia omnipotente de Claudia Nervo. A sobra de la señora embutida en tres tallas menos (¿será incorrecto escribir esto?)y a falta de la auténtica diosa del inframundo, descarto su adquisición, más por salvaguardar la vida de algún conocido o por conocer, y lo vuelvo a dejar sobre el tablero, sin antes maldecir cierta tendencia propia a supersticiones varias. Pero la causalidad crea su efecto, y como si se tratase de gemelos univitelinos, al hacer hueco en la ristra de volúmenes para colocar el de Fuentes, a su lado apareció la «Otra vuelta de tuerca» de Henry James: otra joya del malditismo literario. Otro volumen leído, releído y perdido en alguna mudanza y que en cine ha sido adaptado en numerosas ocasiones, pero que fue Jack Clayton en la versión de 1961, protagonizada por Deborah Kerr, quien mejor nos llevó a los secretos de la mansión de Bly y su desconcertante final, donde el terror, como en la novela, queda en suspenso semejante a un reloj que detuviera el tiempo sin esperanza de cualquier otra salida o en cualquier caso en los laberintos donde transita la duda. Y pese a que la versión dirigida por Michael Winner de 1971, no fue de las mejores adaptaciones, he de reconocer que la presencia en la cinta de Marlon Brando en el papel del jardinero, Peter Quint, ponía un punto de sensualidad queer a la historia y, particularmente me llevó, tras ver el film, al conocimiento de la novela. Obvio, que para nuestro onanismo la obra perdía la contundencia carnal de Brando, pero ganamos el conocimiento de Henry James como punto de inflexión entre la literatura del siglo XIX o la llegada de Proust y Joyce y James se convirtió en uno de mis referentes adolescentes.
Por el mercadillo sigue el trasiego de utilerías, de tiempos varios, de objetos con biografías proyectadas en un espejo que se reflejan en otros espejos. Y en ese juego se quiebra cualquier orden y desconocemos cual es la primigenia que desató tanta multiplicidad. Entonces, no sé si lo que está a mi izquierda, advierte que el mundo que nos rodea es misterioso y celoso de entregarnos sus secretos o adolece de simpleza que nosotros vamos anudando y complicando.
Javier Celorrio