A pie de foto /Aquel año que vivimos peligrosamente/ Javier Celorrio

 

Hasta ahora las generaciones post hecatombes mundiales, la última la II Guerra Mundial, no habían pasado por un periodo histórico de tan profunda desazón y con alcance ecuménico como la pandemia que nos azota. Aparte las tragedias individuales, acompañantes impredecibles e inevitables de nuestro ADN, y el dolor provocado al rememorar el tiempo feliz en la desdicha, como decía uno de los personajes de Dante en su Divina Comedia, a trancas y barrancas llevamos un tiempo montados sobre esa montaña rusa donde para unos aguarda la esperanza del final feliz y para otros el desconcierto que supone ignorar el desenlace de esta travesía. ¿Optimistas y escépticos? En cualquier caso dos posturas hacia un mismo final y las dos francamente ingenuas, pues a lo visto en la Historia no hay salvación de escapar al futuro que será producto de las causas que lo harán posible. Algo bueno debería traer todo este pandemonium: recordar la máxima clásica de que no sabemos nada.

Cualquier viaje, hasta el más programado, puede tener en su trascurso consecuencias imprevisibles; hasta el azar es un factor importante en la creación y esta es algo deudora del primero y el desastre no escapa al orden programador de su entropía. De hecho, las ruinas están ya presentes en el propio esplendor y la decadencia tiene como avanzadilla la belleza más deslumbrante. Cuánto tardan, ruina y decadencia, en hacerse visibles, esa es la incertidumbre. Estamos en la raya divisoria entre dos mundos; una línea oscura que a un lado contiene un panorama agotado y en el otro un paisaje sin paisaje todavía. A algunos el cambio convendrá, a otros les arrastrará. Intentemos ver la luz que todo tiempo, por oscuro que sea, alberga.

Cuando allá, por las uvas del comienzo de 2020, nadie sabía que a partir de la tercera uva, la de marzo, todas las restantes en la bolsita de la suerte llevaban la pócima del desastre en su interior. Los planes de muchos estaban trazados y todos esperábamos ese año por venir que olvidara las pejigueras del saliente y paliara las preocupaciones arrastradas. Ahora hubiésemos querido que siguiese aquel 2019, pero ¿tanto miedo nos dan los retos? Ahora sabemos que eso ha sido 2020: antesala de una incógnita con atrio a muchos cambios y que como cualquier época llevará barro y joyas entre lo que distinguir.

Este año iremos con precaución a la ingesta de las uvas, desconfiando de su aspecto con amable colorido y precavidos ante el sabor dulce de su pulpa que, ya sabemos, pueden ser perlas envenenadas. Vestiremos, en muchos casos, bata o algo muy cómodo y en las calles reinará el silencio de los oratorios frente a ese camino largo de las horas ordenadas en los candelarios blancos del futuro donde al parecer ya nada será como era.

No debemos frivolizar con banalidades el año que hemos pasado, pensado que ha sido un paréntesis en la vida alegre: el objetivo ha sido tocado pese a que hasta el momento la corteza sigue indemne, maquillada, aparentemente sana. En el interior, el magma caliente va buscando su salida, la boca del volcán que lo escupirá. Hasta ahora era el invisible tercer mundo la ilustración del papel trágico que envolvía la pescadilla en los mercados de cuando entonces, ahora somos nosotros ese envoltorio con la cifra como mortaja invisible de muertos que dan los telediarios. En el Madrid cercado de la Guerra Civil sus habitantes eludían la palabra guerra y se referían a ella como «a ver cuándo acaba esto». Y «esto» acabó con todo lo anterior.

No obstante, no pretendo tesitura de dramaqueen, simplemente que a lo mejor este 2021 es principio del siglo y habrá novedades.

 

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