A pie de foto / Un encuentro en la música de las esferas / J Celorrio

 

Hasta que…, creía que los fantasmas existen y los llevamos acuestas y aparecen y desaparecen en el momento que nos tomamos una tostada o en un distraimiento del acto sexual. Cada año que cumplimos los martinicos se multiplican y hay algunos que nos acosan y dialogan y no paran de hablar, inyectándonos en vena un chute de mala conciencia, de cuando un día les dejamos colgado aquel viaje a la selva Lacandona o lo mandamos a la mierda sin más explicación, y es que el plato sopero, por no decir toda la vajilla, estaría colmado de sus monólogos insulsos, opacos, vacíos.

Pero los peores son aquellos que se presenta de súbito, antes jamás lo habían hecho, y con sus recuerdos te arrojan a los brazos de un ejército de zombis interiores a los que sí reconoces y que con persistencia te hacen viajar a buenos y pésimos momentos que viviste con ellos.

Uno de estos se me apareció hace unos días mientras iba paseando a la busca de una foto o, mejor, al encuentro de ella. Me saludó y pensé que el hombre quería preguntar por una calle o que con su teléfono le hiciera una foto ante el crepúsculo del momento . Pero no, me preguntó si era yo aquel que un día conoció, pues daba por hecho que él sí era aquel que un día conocí. Las técnicas de la educación, esas maneras que a veces adornan las mas umbrías vilezas, me convinieron a la impostura de hacer que estaba realizando un intento por reconocerle, alegando el recurso de la mascarilla ahora o el tiempo que no le veía para al final proponer que llanamente podría haber una confusión.

No obstante, en las pistas que ofrecía el extraño para poderlo ubicar, me hacía viajar a mi catacumba interior en cuyo centro habitan todos esos aparecidos y que siempre imagino como tenebrosa cueva en lo más oscuro de la geografía cerebral. Cuantas más señales daba el desconocido, hasta se desembozó de la mascarilla, más compañía de fantasmas volaban por mi cabeza. Y más convencido estaba que servidor a aquel señor no lo conocía de nada, o al menos no lo atisbaba entre los espectros de aquel “entonces” del que hablaba por más explicaciones que se afanaba en dar.

Atajé aquel desatino de pistas, signos y adivinaciones señalando mi muñeca desnuda de reloj, pero que siempre es un gesto universal y socorrido que denota cierta prisa.

Mientras me alejaba, en un estado paranoico consistente en que podría estar aquejado de un principio de Alzheimer, motivada preocupación por no haber reconocido a la persona en cuestión tras la repleta mochila de recuerdos que había expuesto. Lo cierto que, fastidiada la tarde fotográfica que pensaba pasar, el baile tenebroso no cesó de bullir en mi cabeza. ¿Se trataría de alguien que significó mucho en mi vida y que la imaginada enfermedad había borrado sus huellas en el cerebro para siempre?

Recordé la historia que cuenta Wiesenthal sobre su novia de Marraquech y en aquella tarde en la plaza Djemáa-el-Fna, cuando ya habían pasado muchos años de la ruptura y de la estancia en la ciudad, y el escritor sintió unos dedos que en la espalda le escribían en árabe la palabra gracias. Al volverse, solo pudo entrever los ojos verdes de una señora elegante que se alejaba acompañada de dos muchachas jóvenes. Y entonces reconoció quien era.

Entonces fue que mi desconocido entró en escena, tomo acción en la obra, se hizo de la carne de la que el tiempo lo había desnudado. Obvio que lo recordaba y que, aunque nuestro encuentro de entonces fue breve, muchas veces me había preguntado que habría sido de él e incluso por qué derroteros habría ido mi vida en su compañía. Pero aquella apariencia de entonces no había podido evitar la muda de la camisa de la serpiente, y la nueva, con el tiempo y sus avatares, ya era otra música en ese océano de energía que, según la creencia de las mutaciones, se devora a sí mismo por el puro gozo de crear. Él y yo coincidimos y armonizamos, pero también cumplimos nuestra misión en esa danza de la vida y las oleadas de cuerpos que fuimos pero que no seremos ya en esa mutación que decreta la sabiduría oriental. ¿Añoranza?, tal vez. ¿Nostalgia?, acaso. ¿Aceptación?, lo más seguro.

Creo que entonces entendí que a esos fantasmas a los que aludía al principio hay que sentirlos desde otra perspectiva. Y no lo reconocí porque ni el ni yo ya éramos aquel pasado, aquella anatomía y ni tan siquiera una brizna de futuro que era este presente. Así, mucha gente intenta remover los rescoldos de un fuego que ya no tiene fuelle, amistad o amor perdido y en ello alienación inútil. Y no queda más remedio que conformarnos con aquellos versos de William Wordsworth, y que conocimos en aquella estupenda película de Esplendor en la hierba cuando tanto nos daba ser Natalie como Warren: “Aunque mis ojos ya no puedan ver ese puro destello que en mi juventud me deslumbraba. Aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores, no hay que afligirse, porque la belleza siempre subsiste en el recuerdo”.

Y querido amigo, si me lees como dices, piensa que es mejor dejarnos allí donde probablemente estemos todavía en eso que dicen la música de las esferas.

 

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