A pie de foto / Un sorbo de vino, un cigarrillo

 

El mar, tal la espesura de las nubes, toma esta mañana todos los tonos del gris; del más difuminado en acuarela al marengo hasta una espesa gasa ennegrecida del tono humo de gruesa combustión . Al final del espacio indefinido y marino que abarca la vista, los temblores sonoros de una lejana tormenta.

El interior de mi estudio se esponja de la grisura de afuera de este amanecer, también la humedad oleosa, que pinta con sombras y contrastes, en los lienzos desnudos de las paredes, los oratorios de Rothko en su capilla de Houston. Alguien, que probablemente ya se ha ido ha dejado en el reproductor puesto en modo bucle una canción de Cohen «A sip of wine». ¿Será la oración de la mañana?

En el portátil, tras esta noche de insomnio (ya poco acostumbrado a compartir cama en compañía), intento reiniciar una historia comenzada hace muchos años, casi tantos como la real. De «Así que pasen cinco años», que así se llama el relato, han pasado ya cuarenta. Llevo días dando vueltas a los viejos folios mecanografiados, amarillentos, reglones tachonado, palabras borradas. Por encima de ellos ha pasado la vida o mejor lo que ya es todo pasado; mientras esos papeles que intentaban contar una historia de amor permanecían guardados bajo la cobija de piel de un viejo portafolios, que aveces abría para intentar retomar el hilo de su narrativa y que volvieran a su encierro con algún intento entremedias de romperlos definitivamente, de matar de una vez a esos personajes que tras cinco años de conocerse se vuelven a reencontrar para ya sí vivir plenamente todas las comuniones de la atracción mutua, pero, ¡helas! se vuelven a separar a los quince días para no verse más: la muerte del papel sería el olvido de la historia y lo que no se recuerda tampoco existe. Y qué mayor realidad que esa, pues ¿quién nos recordará cuando yo haya muerto que soy el único superviviente de aquella historia?

También esta mañana es única como lo son todas las demás. No hay un día igual a otro. Alguno más desgraciado, alguno más afortunado, pero ninguno igual. De hoy, un 18 de septiembre, mañana ni recordaré el volumen que las sabanas dibujaron por unas horas. Tampoco, afortunadamente, la banal conversación que mantuvimos hasta romper las timideces, hasta desinhibir la carne de los miedos sanitarios y con todo y eso seguir pensando en tomar todas las prevenciones entre angustia y deseo sobre la balanza de Eros y Thanatos.

La mañana avanza hacia el gris claro. La radio vuelve a emitir las tertulias partidistas. Un vocero anuncia la última vacuna que se acerca a la meta de la superventa. Rothko sigue estarciendo su oratorio de sombras sobre la pared, pero ya no con la intensidad de esa primera vez de hace unas horas. Todo se va desvaneciendo, adelgazando, desapareciendo.

Subrayo en un libro de Christopher Isherwood una frase que me deslumbra: «Un acróbata de circo no dispone de un telón que descienda y le oculte, preservando así intacta la magia de su actuación. Suspendido del trapecio bajo los focos resplandecientes, ha llameado y titilado como una estrella». Pero una vez dejan de perseguirle los focos, una vez ha descendido a la pista y aparecen los payasos, el trapecista se retira sin que nadie le aplauda ya. «Unos pocos le echan un vistazo fugaz».

El día gris, la indiferencia posterior a lo que era pasión, los cuadros de Rothko, el párrafo subrayado de «El hombre soltero» de Isherwood, la salida de todo ello por la bocana del tiempo me convierte en el trapecista que sube y baja esta columna sin telón que lo preserve. Ahora voy hacia la salida, al anonimato, al sorbo de vino de Leonard Cohen: A sip of wine, a cigarette. And then it’s time to go.

Javier Celorrio

 

 

 

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