En el verano, cuando más chirría el fragor humano en tardes de fanfarria veraniega, suelo callejear por los vericuetos del barrio sexitano de San Miguel. No podría aseverar que al lugar no llegue el tumulto acústico que acontece a Este y Oeste a Norte y Sur de la planicie que rodea el roquedal donde se ubica el bastión defensivo de la antigua fortaleza que da nombre al barrio, pero sí se atempera en murmullo lejano la batahola canicular que impera en la ciudad desde hace décadas y como singular demostración de que el género humano es un alma montada sobre las mimbres de la furia y el ruido que pregonan la fiesta, sus comercios y el catálogo de estridencias varias de la diversión.
Sólo el rugir de alguna motocicleta con un motorista montado sobre la identidad de estrepitoso sonido rompe este silencio del barrio que atrapa el aire, la luz y el tiempo. A este último también lo atemporiza convirtiendo en regresión su estructura y es entonces la herramienta del recuerdo la que va contando los minutos interiores del que esto escribe.
Así, y en mi deambular, algún lienzo de cal me trasporta a azoteas donde las sabanas o camisas remendadas ondeaban la luz entre cañaveras colgadas en las que se espetaban boquerones secos y pulpos que amojamados mostraban la piel deshidratada y traslucida de la unión de sus tentáculos bajo la feracidad del sol. En los alfeizar de sus ventanas orinadas latas de conserva adornaban con mata de jazmín o geraneos las fachadas de bases con cenefas en el siempre refrescante añil o el más caliente minio que mantenía su textura impoluta de la reciente restauración.
Eran aquellos veranos de cuando la tarde vestía su espacio sonoro en sordina de radios que trasmitían un serial de amores imperiales de centroeuropa que titulaban “La renuncia”, una copla que cantaba a Dolores la Colorina o la asfixiante A ciegas y la inefable señora Francis aconsejando la alienación más siniestra entreverándola con el anuncio de una crema que prometía los más eficaces efectos a mujeres de piel agrietada por el sol y el salitre, y que en aquel momento en el dintel de sus puertas desliendraban cabezas de hirsutas y ásperas cabelleras infantiles. A ésto algún frívolo esteta lo llamo con cierto voluntarismo social neorrealismo, un izquierdista de salón lo calificaba de lumpen producto del capitalismo feroz y que anunciaba la perdida belleza del mundo, y a un democristiano le venía bien para su hipócrita caridad. Era escuetamente la estampa costumbrista de la España secular per saecula y sus miserias.
Y no es que esté intentando una apología de la pobreza de entonces, (el tan cacareado franquismo ocultando que los años de la monarquía y la república fueron auténticos lodazales de miseria) es la recuperación de un sentido estético que ha sido devorado por el posterior mal gusto de un crecimiento económico mal digerido con absoluta falta de coherencia y sin cualquier atisbo de cultura donde la televisión espectáculo es guía de comportamiento y los llamados y llamadas influencers de las RR.SS. una banalización del artístico couche de las revistas llamadas de culto en la moda.
No obstante, y siendo el actual escenario, a mi entender, el anteriormente esbozado, y pese a excepciones del costumbrismo almodovariano en alguna de sus películas, mi paseo se interioriza como viaje iniciático a la profundidad de esa cultura menor que se desliza, mediante el reencuentro, por el plano de las emociones de mi biografía. De esta manera no es el paseo amable de un viandante a la busca del pintoresquismo o la singularidad, excepciones que son indeleble y que siguen persistiendo pese a la nefasta globalización que no entiende del spirit of place: soy un paseante que va internándose en su biografía más íntima y donde el hallazgo de cualquier espeluznante oprobio arquitectónico al buen gusto ancestral de lo mediterráneo (cubismo, curva, texturas puras y colores primigenios) me arranca violentas imprecaciones contra la cultura del ladrillo, hacedor de dinero que no de un mínimo gusto, y la especulación reinante en la segunda mitad del siglo XX con la absoluta deflagración de estos primeros años del XXI que preanuncian una necesaria reformulación económica, social y política que de no haberla, y al parecer no se la espera, nos conduce irremediable a profundizar en una dinámica de la decadencia,más previsible ante la ausencia de anclajes propios cuando la marabunta nos arrastra. Al caso el efecto de la pandemia del covid-19 ha sacado a flote carencias en el engranaje más que tocado de la llamada sociedad del bienestar, mostrando que pese al efecto lowcost como herramienta de consumo al alcance de todos, lo que se pretende es tapar con zurcidos una economía pregonada de igualitaria con simas más cercanas a que esa igualdad lo sea en la miseria.
Es por tanto que volver a esa forma pura de los paños enjalbegados, la simpleza en la forma de una mesa, la fuente de cerámica desportillada de tiempo, el simple roce del algodón sobre una piel o la gruesa textura de la lana trenzada se convierta en un momento de reencuentro con nuestra propia realidad de carne subida al tren de todos los finales.
¿Inmovilismo? No, simplemente pasaba por aquí.
J Celorrio