A la carne le llega un momento al paso de años que de gozosa pasa a triste y su piel va adquiriendo tonalidad de ceniza y como dice Sabina le son más tristes las canciones de amor. Y no valen ni pontigues del consevadurismo ni última generación de la cosmética progresista.
Así, el verano, el último día de agosto se ha despedido con el cansancio de final de dama de las camelias; enferma, engañada por todos y con el desconsuelo ese de que la vida se devalúa por ambición y apariencias. Violeta, Margarita decidió morirse para que nacieran otras igual de hermosas que similares a ella se desmoronaron en el viaje aunque sin leyenda. Y es que la genuina, la singular es irrepetible y el porvenir que se mira en los azogues anteriores ya va machando de humedades varias.
Estamos en el diván de ajado terciopelo y estertor de María Duplessis, que así se llamó en el siglo la cocotte del XIX más representada. Somos un final de siglo XX ya entrado el XXI y como el XIX acabado de guerra y pandemia en el nacimiento de su sucesor. Como entonces ahora el aire lleva, aparte el virus, las notas asténicas de un piano que en sordina ambienta el jardín de los cerezos de Chejov habitado de personajes cansados y ya cercanos al detonante del incierto futuro pero que lo será cierto, pues que así es la rueda de las horas, los días…
La carne del XX se va desvaneciendo como todas las carnes que han sido y de la misma entropía social, política, económica que es el cáncer que mata las épocas, las civilizaciones. A esta, a la nuestra, a la líquida le están dando radio, quimio, remedios experimentales, pero ya es metástasis que cuando no es el covid quien mata viene un mosquito y remata. «Esa muerte que nadie rehúye una vez que ha nacido», dixit Aquiles.
Pues eso, que son más tristes las canciones de amor.
J Celorrio