» A por todas» / José María Sánchez Romera

El resultado final de las elecciones no debería significar un complaciente final para los ganadores ni una experiencia a olvidar cuanto antes para los perdedores, ambos deberían sacar, sobre todo, conclusiones en negativo, es decir, en lo que no debería volverse a repetir. Pero naturalmente quienes se ven interpelados de forma más acuciante son quienes han recibido la advertencia de los electores sobre su ejecutoria. Una de esas advertencias es que la democracia no es el acto formal de votar para después componer mayorías políticas que dispongan del poder a su antojo. Desde el gobierno, cuando se adoptan decisiones, no se decide contra los representantes de los grupos de oposición sino contra los representados de ésta. Esa visión deshumanizada del adversario político reducida a una especie de grupos marginales que hostigan al gobierno sin otro fin que derribarlo, es una forma de autoritarismo que hace perder la legitimidad original a aquél cuando adopta medidas que ignoran o perjudican a una parte sus destinatarios por mero cálculo político. Invocar la justicia de las leyes por el hecho de destinarse a la mayoría no impide que puedan ser odiosas, de hecho, ha solido ser una justificación recurrente para hacer pasar como necesarios muchos atropellos de derechos básicos.
Cuando el Presidente del Gobierno hace aproximadamente un año dijo que iba a por todas en su afán de llevar a cabo políticas en beneficio de las clases medias y trabajadoras sólo de faltó completar la lógica de esa idea con la frase: “como sea”. Dada la intrincada relación que mantiene Pedro Sánchez con la verdad, es evidente que se han debido dar interpretaciones muy distintas según quien fuera el receptor del mensaje. Desde quienes lo entendieron en la formulación original, a los que se quedaran en la primera parte de la frase (“a por todas”) o finalmente, quienes pusieran colofón al razonamiento con el ya apuntado “como sea”. También debe reconocerse que, desde entonces, con un sentido de la verdad excepcionalmente convencional en él, el Presidente ha sido fiel a sus palabras y no ha dejado de anunciar de manera incesante medidas orientadas a beneficiar a determinados sectores sociales, otra cosa es que sus destinatarios finales sean clases trabajadoras o medias sin definir antes lo que se incluye en esa nomenclatura. De ahí que, siendo esa expresión esencialmente equívoca, resulte muy difícil asegurar que lo que se ha dado o se vaya a dar acabe en quien realmente lo necesita. Tal vez por eso lo que mejor se entendió por una parte importante mayoritaria de la sociedad fue que el Gobierno se conserva “como sea” y de ahí que es se haya entendido en no pocos casos que el triunfo es lo que cuenta y los medios a emplear siempre serán una opción ética que viene justificada por el objetivo. Si a ello añadimos esa superioridad inmoral que distingue el bien del mal en función del autor y no del hecho, se habrá cerrado el círculo perverso.
Con estos antecedentes lo que estaba garantizado y se ha conseguido es que la campaña electoral no haya sido desde luego aburrida. Su epifanía fue aquella aparición algo gamberra del Sr. Bolaños, frenado en seco por una jefa de protocolo empoderada (así queremos a las mujeres, ¿no?) en la Fiesta del 2 de mayo de la Comunidad de Madrid, que en su caso significó la primera estación de penitencia en un “vía crucis” personal con dos paradas especialmente dolorosas: el hospital (ya está felizmente recuperado) y Mojácar (que será dramáticamente recordada pese al borrado oficial de imágenes). Lo que ha venido después ha sido como una película que quiere ser interesante a base de cambios de guión, un recurso cinematográfico que suele conducir a finales esperpénticos. La tómbola presidencial ha opacado el carácter territorial y local de los comicios, después BILDU pidió pista para mostrar las siglas de su miseria moral, que no se lava con votos, y cuando parecía que los repugnantes ataques racistas contra Vinicius (paradójicamente inseparables del color blanco de su camiseta) serían el último desvío del auténtico debate electoral, llegaron las investigaciones judiciales por fraude de votos y el sainete siniestro de Maracena. En definitiva, en parte hemos votado sobre lo que no se decidía en estas elecciones, lo que no debe sorprender por haberlo querido así los partidos en el Gobierno y porque siendo los primeros comicios después de tres años muy disruptivos en muchos sentidos la oposición no ha desdeñado la oportunidad que le han servido para pedir al votante que muestre su desafección al ejecutivo.
El error de la estrategia gubernamental ha sido patente porque ha dejado a sus candidatos fuera de foco y si tenían una buena gestión que defender, les han vaciado la campaña. Como todo lo exagerado acaba por ser insignificante (Talleyrand), el abusivo recurso al presupuesto nacional para la campaña, que si alguien se lo cree sabe también que no es gratis, y el señalamiento constante de personas y empresas privadas ajenas a los partidos políticos en liza, no han servido más que para reafirmar el mensaje de la oposición sobre la necesidad de dar con la papeleta jaque al Gobierno. Se ha convertido en una batalla ideológica un proceso electoral marcado por la proximidad entre electores y elegibles, donde las relaciones personales en sociedades no fanatizadas políticamente, se rigen en base a fines y afinidades muy diversos que estimulan de manera transversal la cooperación social y en las que son muy residuales las basadas en preferencias políticas.
P.S.: La frase fue pronunciada por Humphrey Bogart en Llamad a cualquier puerta (erróneamente atribuida a James Dean): vivir deprisa, morir joven y dejar un cadáver bello. La historia de Ciudadanos.
 

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