Una vez superada por todos los opinantes, públicos o privados, la fase autojustificativa del repudio al personaje para después emitir un, a lo mucho, tímido “pero”, acompañado de los circunloquios más inverosímiles, conviene recordar algunas cosas al hilo de estos días de ruido y furia, como se denominan tópicamente estas tormentas político-mediáticas que alcanzan inusitadas proporciones, ajenas en la mayoría de las veces a la trascendencia del hecho que las motiva.
En lo que se dio en llamar el Viejo Oeste no existía por obvias razones un sistema legal estructurado y la justicia, lo que por ello se entendiera en cada caso, se aplicaba por jurados de ciudadanos corrientes dirigidos por jueces habitualmente legos. Eso en el mejor de los casos, en el peor, una turba enfebrecida contra cualquiera al que se atribuyera la comisión de un delito, sólo necesitaba una cuerda y un árbol para reparar el derecho conculcado. En tales circunstancias las mayores garantías procesales que se ofrecían a los acusados se resumían en una frase: le haremos un juicio justo y después lo ahorcaremos. En muchas ocasiones el ajusticiado no era más que un chivo expiatorio utilizado como medio de restablecimiento de la paz social a falta de conocer con certeza al verdadero culpable, con lo que los inocentes también estaban amenazados.
Lo que llamamos Estado de Derecho con tanto énfasis, y fingida convicción en muchos políticos, es la forma de tratar de impedir la arbitrariedad del poder o de la sociedad asegurando que quien se ve sometido a juicio no sea condenado sin la observancia de unos requisitos sobre la comprobada comisión del hecho y el que éste sea contrario a las leyes. La búsqueda de la verdad se produce a través de un sistema reglado siguiendo el aristotélico concepto de verdad en tanto que correspondencia entre lo que se dice y los hechos. Pero ese Estado de Derecho no ha sido inmune a la tendencia postmoderna de crear verdades resultantes de una voluntad creativa de realidades al margen de los hechos o seleccionando sólo los que refuerzan las preferencias emocionales, cambiando también el nombre de las cosas para encubrir la verdadera naturaleza de determinadas decisiones poco justificables.
Progresar no siempre es lo mismo que mejorar, porque depende de hacia dónde se progrese. El progresismo, con su comitiva de entelequias más conocidas, como idea asociada a los avances sociales, no es más que otra ficción engendrada por el postmodernismo. El lamentable espectáculo de medios, políticos y figurantes que se han auto invitado al homenaje que se ha organizado a mayor gloria de Charles Lynch resulta desmoralizador. El que un asunto que no debió salir sucesivamente de los ámbitos de la disciplina deportiva y la denuncia de la persona afectada, aunque esto se vea cada vez menos claro, haya copado, sin provocar su propio hartazgo, a toda la prensa española, refleja, con honrosas excepciones de algunos medios escritos, un estado de sectarismo, postración moral y dependencia del poder alarmantes. Oír a tertulianos con lógica de parvulario condenar desde su oceánica ignorancia a seres humanos, no menos sintientes que los animales, debería ser motivo de escándalo. Nos dicen que el asunto de marras ha saltado a los medios internacionales e incluso a la O.N.U, dando a entender que debido a su gravedad. Lo cierto es que no puede ser de otra manera si en España es de lo único que se habla y no sería descartable que tales menciones en el extranjero no sean para constatar que nuestro comportamiento linda con la imbecilidad. Con un país sin Gobierno, un Parlamento inmanejable, una deuda pública que supera el billón quinientos mil millones de euros, un déficit sin control, la inflación desbocada y uno de los mayores paros de Europa (pese al dopaje del empleo público), los telediarios abren cada edición y durante días con los gestos de una persona que no supo controlar sus ardores en la victoria hasta llevar el concepto de “impresentable” a su expresión plástica más perfecta. Pero este cruento cese y aniquilación civil contrasta con un tiempo largo de sostenida impunidad. El afectado en su desconcierto puede que haya dicho como el bolchevique Yezhov: “Decidle a Pedro que caigo con su nombre en mis labios”. En los Estados de Derecho hay procedimientos y sucesivos estadios para depurar responsabilidades, pasar directamente de los hechos a la condena por otros cauces es incompatible con el imperio de la ley.
Todo lo anterior debe completarse con el aviso que debieran recibir quienes navegan en la banda de estribor de la nave todavía llamada España. Todo lo que es noticia generadora de escándalo y agitación, artificial muchas veces, es lo que se ordena desde la banda de babor del barco. Es difícil entender que alguien pueda extrañarse de que pese a la serie de evidencias que antes hemos señalado, la reacción del electorado no esté en consonancia con la gravedad que presentan los asuntos públicos relevantes. Basta sin embargo con percatarse del sesgo inalterable que sobre lo que debe entenderse como políticamente correcto, y sin la menor concesión al debate, proyectan esos medios que todos vemos diariamente a la hora del almuerzo y de la cena. Cómo por ejemplo Virginia Woolf, esa escritora tan conocida y apreciada por el público español, merece la mayor atención, pero ninguna el impacto que la exigencia del conocimiento de una lengua de ámbito autonómico tiene en la cantidad y calidad de los profesionales que atienden a los enfermos.
No se puede ser demócrata a tiempo parcial sin dejar de serlo del todo y por tanto es evidente que debe respetarse la línea informativa y las prioridades de cada medio. Lo que no significa tener que aceptar los marcos impuestos por esas polémicas con denominación de origen destinadas a reforzar siempre la misma corriente ideológica, pese a que los hechos nos indiquen que deberíamos seguir el camino contrario.