Al principio de «Cien años de soledad» García Márquez define el deslumbramiento de la primera infancia, el primer atisbo de conciencia que empieza ya imparable a escribirse en los pliegues del cerebro diciendo: «El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo». Pues en esa inocencia perceptiva todavía no ligada al concepto o significado tengo a los fuegos artificiales como primer recuerdo y alumbre de conciencia. Aquel aluzar lo extraordinario que a mi entendimiento debió suponer esas luces desparramadas por el cielo nocturno se une el recuerdo de ir subido a los hombros de mi padre muy atento al cielo esperando que aquellas luces estáticas, que luego supe eran estrellas, volvieran a manifestarse extraordinarias; pues que en mi percepción, tomé el prodigio como manifestación de éstas. También aquella noche acaso el hada Maravilla me concediera percibir el olor del acre del salitre y el dulce de nardo, aromas que siguen constituyendo los efluvios de las noches del quince de agosto junto al del humo de la pólvora. Y de tan incrustado está en el recuerdo todo aquello que incluso viendo en otros lugares fuegos artificiales de más fuste que los de mi pueblo siempre serán mejores los de éste en cada quince de agosto de mi vida.