Toda arqueología en un emplazamiento concreto tiene una estratigrafía propia al igual que nuestra biografía. En aquella «cada capa tiene una edad diferente, y según donde encontremos un objeto podemos establecer su antigüedad»; en la nuestra los distintos momentos fueron los motivos de las circunstancias de su tiempo y que los recuerdos, como el pentimento en pintura, van corrigiendo o mejor deformando en la memoria. Si pudiéramos grabar en película cada momento de la vida y luego, al cabo de los años, proyectarlos puede que alguna sorpresa llevásemos y cierto descontento también al comprobar como las cosas no fueron tal que la recordamos. Así, tanto ruina como biografía tienen segunda, tercera…, infinitas vidas que van modificando todas las anteriores, se van solapando unas a otras para finalizar en el presente que no es sino otra arqueología para el futuro.
Paseo por el Castillo de San Miguel e imagino a romanos y árabes, a cristianos y muertos (fue cementerio) a aquellos soldados que recorrerían las almenas en noches de toque a rebato o aquel otro que se enfrentaría en la soledad de la guardia a las eternas preguntas de ser humano o divagaría por veleidades también de ser humano. Una turista, de esas que el siglo pasado llamaba masa (Ortega, Canneti), pasa a mi lado y la oigo decir: «Pues no veo yo que interés tiene este castillo». Ninguno, como no lo tiene cualquier otro, aparte los datos de su historia o su monumentalidad siempre maquilladas por las sucesivas generaciones a fin de que sirva a sus intereses. Hoy la utilidad de la fortaleza no tiene valor de estrategia defensiva, pero sí de reclamo turístico. Y cuando los siglos pasen y vuelva la ruina a la ruina y otros sean quienes de nuevo la escarben a lo mejor en el excavamiento descubren un extraño resto de papel estampado con unas grafías que ponen: «Fritos de original flavour». Todos retratados a la barbacoa.
La turista, que es muy de nuestro tiempo desatado, engreído, soberbio, fatuo e instagramer, decide al menos aprovechar el tiempo y ya que no encuentra cualquier brilli histórico, tampoco es que le importe mucho, al menos que quede constancia de su altivez de influencer haciéndose un selfie con que convertir inmortal al polvoriento hacinamiento de piedras, que por ella y no por ser lienzos de historia, serán murallas que fueron famosas como aquella boda de Pingajo y la Fandanga.
Javier Celorrio