Uno de los mayores y más graves males que cercan a las democracias occidentales es su apartamiento cada vez más acusado de los conceptos originales de derecho y ley. Basta leer la exposición de motivos de algunas de las normas que se aprueban en el Parlamento para sangren los ojos al advertir el voluntarismo de sus justificaciones y el lamentable nivel de sus redactores, atentos a justificar como sea las decisiones del poder político antes que a abordar la resolución de problemas generales que requieren la acción de las instituciones.
El pensamiento clásico sobre la división de poderes y los límites de la capacidad de intervención del Estado en la esfera privada de los individuos no ha quedado a resguardo de la moda “edadista” y por ello han caído olvidadas las mejores formulaciones del liberalismo a las que debemos haber disfrutado de amplias libertades que de un tiempo a esta parte están en el claro retroceso. Y ese retroceso se produce donde imperan los votos y no la ley, porque donde las decisiones de la mayoría pierden su carácter impersonal y abstracto, lo que se consagran son privilegios en favor de personas determinadas conculcando el principio de igualdad ante la ley. La democracia no se fortalece con la simple mecánica mayoritaria en la errónea suposición de que todo cuanto hace esa mayoría es legítimo y justo. Todos sabemos que eso no es verdad y que, apoyado en una mayoría parlamentaria controlada por el gobierno, éste puede actuar sin cortapisas mediante la sucesiva convalidación de sus decretos eliminando el control del Parlamento. Si del mismo modo la mayoría respalda leyes contrarias a normas superiores quedan desprotegidos los derechos y la seguridad jurídica de la minoría, sin defensa ante las decisiones arbitrarias de la mayoría. La consecuencia de todo ello en el caso de España es la marginación deliberada de una parte del electorado, prácticamente la mitad y el más identificado con la nación, privado de toda la legitimidad que sin embargo es desproporcionadamente reconocida a quienes para colmo quieren disolverla, en un caso inédito de “apartheid” político dentro de un sistema democrático.
No es ley que se repita la historia, pero sucesos similares sirven de referente estadístico y guía para muchas decisiones, de hecho, así procedemos por lo general en nuestra vida diaria. Sánchez Guerra fue mandatado por Alfonso XIII para ofrecer carteras ministeriales a los miembros del Comité Republicano que estaban en la cárcel, los cuales rehusaron el ofrecimiento. La Monarquía cayó dos meses más tarde. En febrero de 1.936 la Diputación Permanente de las Cortes, con el voto favorable de una derecha todavía mayoritaria en la Cámara, decretó una amnistía general, especialmente para los que se sublevaron contra la República en 1.934, al objeto de calmar los ánimos. Cinco meses después la República había dejado de existir. Jugar con la legalidad democrática no sólo vulnera principios esenciales, es siempre es un mal negocio. Si hay políticos que creen que el oportunismo les librará de ser barridos por el viento de los cambios se demuestra lo poco que saben de historia y lo inútil que es falsearla.
El enrevesado escenario político arrojado por los comicios del 23-J han tenido la infausta consecuencia de que la necesidad de formar un gobierno haya dado lugar a la formulación de una serie de conceptos sicalípticos en los que de la necesidad se hace virtud y de paso se abren añorados escenarios a medio plazo que si no se hacen explícitos ahora es porque no son políticamente oportunos, aunque resultan fáciles de imaginar. Ya se ha convertido en costumbre que nada de lo que se habla en campaña (¿qué fue del problema de la vivienda?), poco e irrelevante, tenga trascendencia en las decisiones posteriores. Con la proclamación de los resultados le faltó tiempo a los partidos integrantes del Gobierno para proclamar la victoria de una fantasmal mayoría de progreso que durante la campaña dijo que nunca había existido ya que todo habían sido meros pactos parlamentarios para aprobar algunas leyes. Al hilo de esto y para materializar al espectro se han ido admitiendo como plausibles diversas propuestas de manifiesta ilegalidad como es, entre otras, la concesión de una amnistía a quienes protagonizaron todos los actos que culminaron en el referéndum de Cataluña del 1 de octubre de 2.017. Esa es la demanda fundamental del inefable Carles Puigdemont como Presidente de esa república de opereta con sede en Waterloo.
La convicción general es que ese pacto sobre la amnistía, donde quien la concede es el que pide perdón por sus actos injustos previos, está aceptado con el objetivo de obtener una reedición de la actual mayoría. La batalla semántica sobre la denominación del pacto de impunidad también tendrá su importancia en orden a encubrir su verdadera naturaleza. Los muñidores del acuerdo saben que manejan factores altamente inestables que les pueden estallar en las manos a poco que no encuentren los mensajes adecuados y no digamos si los hechos posteriores toman derroteros fuera de control. Para alcanzar el objetivo cuentan con muchos medios de comunicación dispuestos a enfatizar sobre los beneficios de lo que se conceda, sino por convicción por el algún do ut des, y una mayoría parlamentaria sin fisuras para la aprobación de una ley que lo avale. No es poco.
Ya contribuye al logro del éxito del empeño la facción constructivista del derecho con su permanente empeño en demostrar que, cuando conviene naturalmente, la interpretación correcta de las leyes es aplicarlas en sentido contrario a lo que disponen. Esa paradójica conclusión servirá de apoyo a su vez para que desjudicializar el delito se llame desjudicializar la política. En definitiva, lo que puede obtener Puigdemont, es una derogación de facto la Constitución, ¡con siete diputados!, y de todas las leyes que colisionan con sus objetivos políticos, porque cualquier cosa, incluidas la autodeterminación y la condonación de las deudas, puede ser objeto de pactos que dejen las leyes inoperantes y deslegitimadas mediante la supresión de todos los límites del Estado de Derecho. La cuestión es: ¿cómo pueden quedar abolidas las leyes para unos sin que el resto quede moral y materialmente relevado de cumplirlas? Un país en fase de demolición y un caos en ciernes, la ambición del César no debe llegar tan lejos.
José María Sánchez Romera