Aparta, perro / Tomás Hernández

 

De algunos libros nos queda un recuerdo que permanece después de muchos años y vuelve a nosotros de vez en cuando. Uno de esos libros es para mí “Deseo de ser piel roja” del profesor de filosofía Miguel Morey. De ese libro siempre me gustó su hermoso título, el homenaje y el recuerdo constante de uno de los abuelos del autor y el latigazo de la escena, que luego contaré, en que se vomita el insulto.

Esta mañana, al consultar sobre el libro, leo que el título está tomado de un poema de Kafka y que una de las ideas del ensayo es que la sombra de Auschwitz ya planeaba sobre las reservas para indios en América del Norte. Estas reservas se establecieron mediante la “Ley de Traslado Forzoso de los indios” de 1830. La razón ideológico-teológica para justificar la masacre de los pueblos que vivían en aquellos territorios, fue el llamado “Principio del designio universal”. Se fundamenta este principio en la idea de que si Dios había creado aquellos campos tan fértiles y aquella riqueza en minas de plata y oro, no era para que unos indios holgazanes y crueles vagabundearan por allí, viviendo de la caza, la cría de caballos y la recolección de plantas y frutos silvestres.

Me trajo el recuerdo de este libro, “Deseo de ser piel roja”, una mirada. Una mirada de desprecio y fue como si sintiera todo el desprecio del mundo caer sobre mí. Sobre nosotros, Almudena y yo. Este es el relato de la escena que me llevó al libro y a la frase ignominiosa.

Después de unos días felices en casa de unos amigos en un pueblo de la Marina Alta alicantina, Pego, y después de cinco horas largas de autobús, llegamos, arrastrando una maleta y una bolsa de viaje, a la estación de Almería. Llevábamos en el autobús desde las doce de la mañana, así que una cerveza y algo para picar era, a las cinco de la tarde, una promesa de dicha y de reparación corporal y hasta espiritual. El bar de la estación tenía las paredes de cristal cubiertas de papeles. Cerrado sin límite. Ni una taquilla en toda la estación donde dejar el equipaje. Preguntamos por un bar en los alrededores, domingo por la tarde, y nos indicaron uno, algo lejano, sobre todo si arrastras bolsa y maleta. Pero allí estaba. Una hermosa terraza de mesas con manteles blancos de tela y bastantes clientes todavía. Cuando nos sentamos, pasó frente a nosotros un jefe de camareros, con uniforme distinto al de los empleados, y, cuando buscaba con mis ojos llamar su atención, hizo un gesto de negación con la cabeza mientras se dirigía a otra mesa. Al volver repitió el gesto, pero ahora sin mirarnos siquiera, como quien pisa un perro o aparta una piedra. Y fue entonces cuando sentí en mi piel y en mis entrañas todo el menosprecio del mundo que todos hemos visto alguna vez en las miradas contra los negros pobres, los sudamericanos pobres, los europeos también pobres, los inmigrantes, los marcados por la diferencia.

Y recordé la escena que relata el profesor Morey. Aperitivo en una terraza de Berlín. A la mesa contigua a la del escritor se acerca un hombre con la mano extendida. El cliente al que se dirige, le lanza una patada y le grita: “Aparta, perro”. Por un instante fui ese hombre con la mano extendida.

Esta mañana, cuando me senté a la mesa a contar estas cosas, pensé que no valía la pena. Que el miserable aquel no merecía un minuto de mi tiempo, pero pensé también en los despreciados, reavivé el deseo que tuve de que aquel miserable ardiera en los infiernos, si es que existen, aunque no le hace falta. Él ya vive, aunque no lo sepa, en su propio infierno de odio.

Y también pensé en el bar modesto y vecinal, “Sagunto”, de gente acogedora y sencilla, que después de contarle nuestra derrota y nuestra humillación, nos acogió pese a nuestro aspecto de cansancio y lo tardío de la hora. Pero la ofensa, como escribió Primo Levi, se perpetúa. Está en aquella terraza de Berlín, en los ojos de un camarero en un restaurante de Almería.

Tomás Hernández

 

También podría gustarte