“Arde Mississippi” es una película de Alan Parker estrenada en 1.988, basada en una historia real, otra cosa es la versión cinematográfica, sobre el asesinato de tres defensores de los derechos civiles en el pueblo sureño de Burning perteneciente al llamado Estado de la Magnolia. El duelo interpretativo entre un todavía joven Willem Dafoe y el veterano Gene Hackman, cuya diferencia de edad se traslada al guión de la cinta para dramatizar un conflicto generacional que se refleja en la forma de llevar a cabo la investigación, lo que, aunque importante para la taquilla, es mucho menos trascendente que la excelente reconstrucción del todavía muy arriscado Sur de los ´60, donde el racismo del siglo anterior aún pervivía casi incólume. Los protagonistas, agentes del F.B.I. encargados de descubrir a los culpables del crimen, se encuentran con una sociedad dual en la que todos están dominados por el miedo a colaborar en la identificación de los culpables. En una de las escenas de la película, Dafoe mira la fotografía de un hombre de raza negra linchado junto a un árbol, rodeado de sus impasibles ejecutores mirando a la cámara, y dice “¿de dónde sale todo ese odio?”. Una pregunta que puede ser muy pertinente.
Esta semana una mujer, Presidenta de la Comunidad de Madrid, elegida democráticamente, recibía, junto con otras personas de distintos ámbitos de la sociedad, un académicamente intrascendente reconocimiento como alumna distinguida en la Facultad donde cursó sus estudios. La reacción de diversas asociaciones estudiantiles y otros grupos participantes tras varios días de incesante agitación, fue acudir a las proximidades, la Policía impidió un mayor acercamiento, del lugar donde se celebraba el acto universitario y, entre otros insultos, llamar “asesina” a Isabel García Ayuso. Es verdad que este tipo de injurias se emplean ya en el lenguaje público con tanta frivolidad y habitualidad que su valor ofensivo está tan degradado como la ética de quienes los emplean. Pero es también evidente que no era en ese desvalor en lo que pensaban los manifestantes, sino que su actitud agresiva hacía que el empleo que daban a sus palabras tenía para ellos el sentido literal con el que las proferían. Los motivos de fondo no ofrecen dudas: estaban políticamente en desacuerdo con lo que representa y hace la Sra. Díaz Ayuso. Tal disconformidad escondida tras el adjetivo de “asesina” se concreta, según pudimos oír por las explicaciones posteriores, en la gestión que la Presidenta de la Comunidad de Madrid hace en relación con los servicios públicos sobre los que es competente. Dicho de forma más precisa, la Sra. Díaz Ayuso estaría, a ojos de quienes le gritaban, desmantelando servicios esenciales como son la educación, la sanidad y cuanto pueda agruparse en eso que genéricamente se denominan políticas sociales.
Si atendemos al criterio de preferencia revelada, lo que indican los madrileños cada vez que votan es que, a ellos, de ser verdad la acusación que se hace a la Presidenta de la Comunidad, no les preocupa nada el estado de los servicios públicos ya que reiteradamente votan a quienes al parecer los arruinan. Pero si disponer de mayoría lo permite todo, es lo que se propugna desde los ámbitos ideológicos que defienden lo público, nada puede oponerse a lo que cualquier mayoría vota (a no ser que sea algo que deba relativizarse en función del signo político que la defina). Puede ser también que no adviertan ese deterioro que se denuncia porque no sea cierto y que por eso voten opciones políticas contrarias entendiendo que se trata una estratagema para desacreditar a quienes por principio se les va a achacar siempre ser “enemigos de lo público”. Lo que significa que dada esa dicotomía no puede sostenerse el discurso crítico de los manifestantes por carecer de fundamento democrático o fáctico. La estudiante distinguida en el mismo acto junto a la Sra. Díaz Ayuso, en su caso por tener el mejor expediente de su Facultad, desmiente que lo público no funcione en Madrid si forma alumnos con expedientes tan brillantes, por más que ella, la ya famosa Elisa, se empeñara demostrar lo contrario y diera argumentos a quienes dudan de la eficacia de seguir invirtiendo en la Universidad tras oír su intervención, vulgar en la forma y atravesada en el fondo por el sectarismo.
Pero por lo que se ha visto ese estado de solipsismo no permite a los alborotadores ver otra realidad que la autopercibida, aunque el simple hecho de que esa opinión a ellos les pueda parecer irrefutable, no implica que haya que admitirla como cierta. En esa irracional defensa de “lo público”, como desubicado dogma de su paraíso relativista, trata de imponerse una abstracción que encubre un inexistente derecho a disponer sin límites de los bienes y la libertad ajenos por parte de una vanguardia de “elegidos” con la finalidad de consolidar un determinado modelo de poder político en línea con esos países, a los que por algo nadie va voluntariamente, en donde esas ideas consiguen acceder a la dirección del Estado. El problema es que, si por ser suficientemente partidario de incrementar el tamaño e influencia del sector público se pueden cometer tales excesos, desbordando lo que debe entenderse como convivencia democrática, podría también legitimarse lo contrario y hacerse lo propio por parte de quienes piensan que lo público es ineficaz. ¿Cómo acabaríamos entonces? Quizá esta hipótesis de grave conflicto social también les parezca relativa porque para esta clase de relativistas la relatividad sólo opera en la medida que no afecte a sus convicciones no relativas, pongamos por caso “lo público” como totalidad.
Lo cierto es que después de tantos años de democracia estas circunstancias nos interpelan a todos sobre el funcionamiento de los centros educativos y qué clase de “espíritu de la época” (Zeitgeist) está prevaleciendo en la enseñanza. Llegados hasta aquí la pregunta se hace inevitable: ¿qué justificaba tanto odio?
José María Sánchez Romera