La versatilidad como director de Spielberg lo llevó a rodar en 2.002 una entretenida película, basada en hechos reales, sobre las andanzas de un joven delincuente dedicado a las estafas por diversos medios y haciéndose pasar sucesivamente por médico, abogado o piloto de líneas aéreas. El personaje encarnado por Leonardo di Caprio, de rasgos psicopáticos, vive una huida permanente una vez que sus actividades fraudulentas son detectadas y es acosado sin tregua por un agente del FBI (Tom Hanks) al frente de un operativo creado al efecto. Pese a dejarlo una y otra vez en ridículo anticipándose a las emboscadas que le tienden los investigadores federales, la tenacidad del policía se sobrepone a todos los reveses hasta conseguir la detención del astuto y escurridizo timador. La película se llama “Atrápame si puedes” y tanto como esa inaudita habilidad del delincuente, con cuya audacia es inevitable empatizar, está la tenacidad del servidor público en el cumplimiento de sus obligaciones, a costa de sí mismo y de su vida personal. La cuestión no era si podía atrapar al delincuente, es que, como enseña la lógica de la acción, lo primero es la voluntad, y el policía de la película quería hacerlo a toda costa para cumplir con su responsabilidad.
La España tópicamente descrita tantas veces como de sainete ha vivido esta semana un episodio más de su acrisolada historia que nos lleva con cadencia histórica casi matemática de lo venal a lo grotesco. Creerse las excusas que se han hecho públicas por quienes tenían la obligación de arrestar al prófugo Puigdemont es materialmente imposible. Únicamente desde una perspectiva idealista es posible dar por buenas tales explicaciones. El destituido Presidente de la Generalidad podía haberse paseado solo por Las Ramblas e incluso comprar tranquilamente un ramo de flores sin ser detenido. En ese caso las justificaciones habrían sido tan inverosímiles como tratar de evitar un “floricidio” o cosas parecidas, no muy alejadas de las que hemos oído en boca del jefe de la policía autonómica catalana, que ha llegado a echar la culpa de no haber sido detenido al propio fugado por falta de comportamiento “institucional” (a ver si puede explicar algún día de qué se trata eso). Por supuesto Puigdemont pudo haber sido detenido, la policía tiene protocolos de actuación para cada supuesto, la cuestión es que no se le quiso detener y lo que se vio fue una estudiada representación en la que todas las partes quedaron con sus intereses políticos a salvo.
Contra lo que se está repitiendo estos días el estado derecho no ha sido burlado, es el estado de derecho por medio de las manos que lo dirigen el que se ha burlado de la sociedad. Podría contestarse que eso no es un estado de derecho, pero esa es otra cuestión, porque en definitiva ese es el estado de derecho que tenemos por quienes rigen las instituciones y por medio de ellas así entienden que se deben orientar sus actos. El “tour de force” como siempre partió del propio Puigdemont, auténtico árbitro de la legislatura con sus siete escaños incendiarios desde los que se practica la difamación y el insulto sin que la precaria mayoría tuerza siquiera el gesto, los reproches y las denuncias de todo tipo por los dicterios del secesionismo contra las instituciones de la Nación se redirigen a los partidos de la Oposición. El “President” dijo que se presentaría en la investidura y que si lo detenían la culpa sería de Esquerra Republicana su competidora en la depredación del voto secesionista. Los republicanos contestaron que esa acusación era una infamia, pero el miedo les pudo más que la coherencia y acabaron por aceptar que si se detenía al prófugo habría que suspender la investidura del Sr. Illa. Dejar en el aire la investidura podía desatar consecuencias imprevisibles, había mucho en juego para los tres, por lo que no hacen falta complicadas deducciones para tener la certeza de que se activaron los contactos entre las partes concernidas en la búsqueda de una salida que dejara a salvo lo que a cada una le interesaba. La primera pieza del compromiso quedó a la vista del público: una presentación-farsa en la que unas supuestas turbas impedirían una detención pacífica de Puigdemont y luego una desaparición escoltado por los parlamentarios y cargos de Junts, otro impedimento insalvable para los Mossos, encabezados nada menos que por el Presidente del Parlamento catalán (¡que en el posterior acto de investidura se permitió replicar el discurso de un diputado de la Oposición desde la Presidencia de la Cámara!). Luego se escenificó la “operación jaula”…abierta y la sorprendente impunidad de personas perfectamente identificadas a las que se vio colaborar activamente en la sustracción a la justicia de un fugado.
Ya tenía la investidura vía libre obteniendo todos lo que querían: Puigdemont cumplir con su anunciada entrada en España (resuelta con descriptible gallardía), Illa fue investido y Esquerra rentabilizaba el acuerdo que, aparte de mantener cientos de cargos públicos, pone velocidad de crucero a la voladura de la Constitución sin necesidad de arriesgar libertad y hacienda, antes al contrario, garantizando ambas mediante el llamado pacto político de la solidaridad que consiste en haber firmado un pacto que nada tiene de solidario. La afirmación de que siendo los firmantes del acuerdo grupos de izquierda se garantiza la solidaridad con otras regiones es lugar común de esa realidad paralela con la que el progresismo trata de cerrar las vías de agua que sus hechos le abren. En la misma medida, por más que el Sr. Illa diga (e incluso pueda llegar a creerse) que va a gobernar para todos los catalanes, lo que ha firmado hace imposible que su improbable deseo, forzosamente lo hará contra más de la mitad de los catalanes porque esos y no otros son sus compromisos.
Mucha gente se pregunta el por qué unos países alcanzan altas cotas de bienestar y avances, mientras que otros no. La respuesta en muy sencilla: el nivel de desarrollo tiene que ver con la estabilidad de las instituciones, la seguridad jurídica y el respeto a la ley. Por esa razón las naciones occidentales han sido la vanguardia del mundo y por la razón contraria ahora están en un claro declive al haberse ido alejando de esos principios cuyo compromiso en su mantenimiento se ha ido abandonando por todos para supeditarlos a las conveniencias del momento. El caso es que hemos elegido volver sobre nuestros pasos en el avance civilizatorio logrado vaciando, sin necesidad de abolirlas, esas instituciones, causa última del progreso moral y material, de su contenido original, para ponerlas torticeramente al servicio de proyectos personales de poder.