Texto y FOTO Javier Celorrio 8/07/24 Dicen que el verano vendrá de múltiples ponientes. El poniente marengo es barroco en su rompeolas bullente, en las cabritillas que el viento provoca sobre la panza del mar, en sus resaca que intenta atrapar al intrépido bañista que se atreve a batallar con las olas y en esa luz luminosa, limpia velazqueña de cielo y aire y ese mar de paleta de azules. Lo único que desagrada es esa frialdad del agua que unos llaman tonificante y otros, como yo, heladora. Se me antoja que Sorolla pintaba en poniente sus escenas marineras o al menos el matiz puro del aire pero de luz violenta así me lo parece. Ya sé que para el turisteo es un peñazo una playa con mar arisco y viento que de las mesas de los chiringuitos hacen volar los sucedáneos de margaritas y caipiriñas. A ver si la Inteligencia Artificial generaliza el sistema de artefactos virtuales con capacidades sensoriales, si de origen chinoiserie mejor que siempre es mas asequible al bolsillo medio, para lograr convertir un ponientazo comme il faut, de cuando el mediterráneo era el mar de los griegos, en resort caribeño.
Ya digo que, de coincidir, es el poniente favorito al levante. Este último es lánguido con olas como la onda interminable del flequillo de Lady Di y que entre los peluqueros se dio en llamar romántica. La pobre Di y el levante son kitchs, mientras el poniente es fuerte, trazo rotundo y contraste, turbulento e inaprensible como Quevedo, Lope y furioso como Don Quijote en su batalla con los molinos. El Poniente es la Audrey de Desayuno con Diamantes, el levante sería la Taylor interpretando a Cleopatra, nada que ver con la de Shakespeare cuando dice aquel parlamento de «y yo veré a algún jovenzuelo de voz chillona cómo hace de Cleopatra y da a mi grandeza apostura de prostituta».
Es evidente que el urbanita que viene a la playa se pone muy nervioso con los días ventosos; se le avinagra el carácter y no hay manera de abrir la sombrilla sin que una ventolera la arrastre con el consiguiente peligro para propio y circundantes. Y luego está las colas en los chiringuitos para conseguir mesa y la arena que el viento arrastra y se incrusta en el espeto o en la paella de amarillo sospechoso. También están esas pandillas de matrimonios veraneantes, siempre en protesta perpetua, que hay en cualquier sitio de veraneo y que entre ellos se conocen de «toda la vida» y son lo más parecido a las familias de Verano Azul en versión los Munster ahora Adams. Ya se sabe que las familias felices se parecen, aunque las modas les cambie el outfit y el poniente les suene al vino amargo que cantaba el cazallero Caracol.
Por eso, en estos días, prefiero recluirme en la localidad de Atrani, pueblo de la costa amalfitana y donde se rodaron algunas escenas de la magnífica Ripley de Netflix. Obvio que ahora no puede ser ese viaje, pero la veo en pantalla y me recreo con su arquitectura, la fotografía en perfecto blanco y negro, sus secuencias largas y pausadas y a Mina cantando aquello de Il cielo in una stanza. Buen poniente en mi IA particular.