Cómo destruir un Estado / José María Sánchez Romera

Eludo deliberadamente hablar de nación que, por su significación equívoca (y uso equivocado), da lugar a tergiversaciones del concepto que enturbian cualquier conversación que aspire a la racionalidad y por consiguiente a ser útil. Dado que una nación puede ser un territorio sin Estado, pero éste no puede existir sin un espacio físico y una población sobre los que estructurar una organización política, parece más preciso hablar de Estado. Por eso podemos afirmar que España, por encima de otras discusiones más o menos consistentes históricamente, es un Estado, ya multisecular, y como tal debe responder a los principios que así lo definen y sin los cuales llegaría a la consideración de fallido o constitutivo de una ficción jurídica.

Las funciones básicas que debe ejercer un Estado son de conocimiento notorio, sin poder enumerarlas, todo el mundo entiende el significado esencial de la palabra y lo que representa. Descontados esos caracteres básicos, un Estado puede funcionar de forma más o menos eficiente o hacer más o menos próspera la vida de sus habitantes. Esto último tendrá que ver con su sistema político, la capacidad de sus gobernantes, las leyes de las que se dote y otros muchos factores que afectan a cómo funciona cada Estado pero que no son consustanciales a la idea. En todo caso se debe admitir como evidente que si el Estado no cumple con las funciones primordiales que dan cabida al resto de las potenciales capacidades que a partir de ahí puede desarrollar, éstas últimas se presentan como inviables en la práctica. Si, por ejemplo, un Estado no puede mantener la inviolabilidad de sus fronteras, es evidente que no puede garantizar el orden público, la asistencia social o disponer su organización económica. Esto parece poco discutible.

Así las cosas, cuando un Estado, en este caso España, desatiende las cuestiones prioritarias que lo constituyen, por eso tenemos una Constitución, orientando su atención hacia asuntos irrelevantes, se niega a sí mismo. Si el Estado traslada a la opinión pública debates como la culpabilidad de un ciudadano, malgasta sin sentido las fuerzas de la sociedad y deja a los órganos encargados de ello, más si hablamos de Estado de Derecho, de la legitimidad que le han dado las leyes. Si el Estado a través de los medios de comunicación alienta debates sociales sobre el contenido de un chat privado de unos adolescentes, no puede más que provocar confusión entre lo irrelevante y lo que realmente afecta al conjunto de la población del Estado. Y ocurre que cuando la atención se desvía hacia acontecimientos menores, sucede alguno mayor que deja en evidencia esa confusión sobre lo prioritario.

La toma del control por parte de la empresa saudí STC Group sin que aparentemente el Gobierno se enterara de los movimientos en el mercado que le han permitido hacerse con un 9,9% de las acciones de Telefónica, deja en evidencia al Estado Español y demuestra desatención sobre sus funciones trascendentales. Para los entusiastas del Estado como deus ex machina de la felicidad social, un hecho de esta naturaleza debería ser piedra de escándalo. Incluso cuando desechemos la teoría conspirativa que vendría avalada por el hecho de que el Gobierno derogara veinte días antes de entrar en funciones su capacidad de veto para operaciones como la del Gobierno saudí. Optamos por seguir los consejos de Ockham y su conocida navaja de modo que, siguiendo la versión oficial, pese al bien pertrechado aparato estatal dedicado a obtener información que puede afectar puntos sensibles del Estado, según la Sra. Calviño, especialmente concernida por la materia, nadie en el Gobierno supo nada. Dada la trayectoria acreditada del Ejecutivo, nada nos autoriza ni por un momento a poner en duda su credibilidad.

Esta cuestión nos podría llevar al examen de otras derivadas relacionadas con el propio régimen saudí, pero la coherencia exige no caer el cinismo de quienes dicen una cosa y hacen otra según su posición de poder. La realidad muchas veces se nos impone y ahí de nada sirve el voluntarismo al que tan fácilmente se entrega la verborrea de quienes no tienen que ejercer responsabilidades o lo hacen frívolamente. Prescindiendo de dichas derivadas, lo que delata esta maniobra económica es lo que diferencia lo anecdótico de lo categórico: una desatención de las cuestiones nucleares que comprometen a todo Estado sacrificadas en beneficio de unos esfuerzos desmesurados destinados al mantenimiento del poder, a cuyo objetivo se van rindiendo barreras institucionales sin las cuales el Estado se irá demediando hasta la irrelevancia. La Unión Soviética podría seguir existiendo apuntalada en la declaración constitucional que la había creado basada en el poder efectivo que lo hizo posible, sin embargo, Gorbachov tuvo que salir del Kremlin cuando fue consciente de que no tenía nada que dirigir.

Ese peligro en nuestro país es mucho más real de lo que parece y ciertas distracciones que tanto recuerdan al romano “pan y circo”, incluido el inane tole-tole sobre la constitucionalidad de una ley de amnistía que se desacredita simplemente por injusta, pueden servir de distracción por un tiempo, lo que no cambian es el final que los hechos impondrán. Sacralizar ideas como nación o estado constituye una aspiración estúpida porque nada permanece en un equilibrio perpetuo. Pero si se promueven cambios, al menos hay que saber hacia dónde se quieren dirigir los destinos comunes mediante nuevos equilibrios. El que un gobernante decida la suerte de todos al azar de sus tendencias aventureras no responde a criterios éticos mínimamente exigentes. El deseo entre lo políticamente vehemente, no exento de intereses personales, de que no gobierne la derecha es poca justificación para dejar tantas cosas por el camino. Si el Estado se defiende porque protege a la gente, según habíamos oído hasta ahora, desarbolarlo para conservar menguantes parcelas de poder, es puro nihilismo. Si se pacta una mayoría parlamentaria para formar Gobierno, “al precio que sea, pero dentro de la Constitución”, como dice el Presidente de Asturias y que viene a ser la doctrina oficial, es una expresión contradictoria, porque si no hay ningún límite, la Constitución no puede serlo. El problema es para el para qué de ese pacto y eso es primordial conocerlo antes incluso de que la aritmética lo haga posible. En caso contrario, el paso siguiente es el vacío o un destino no revelado, entonces no sabremos ni cómo nos hemos suicidado.

José María Sánchez Romera

 

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