O sea, que vamos a septiembre o al día después de que la rubia o el rubio nos abandonara ayer rumbo a su destino dejándonos infectados de amor. Eso es lo que tenía un amor de verano de entonces, que tú te quedabas y ellos se iban o viceversa. Ahora ni dejas ni te dejan, ni perrito que te ladre y todo lo que me deja me es algo indiferente.
Entre «la calor», la amenaza de danas múltiples y el piquito de Rubiales se va agosto. Un verano este sin sus clásicos temporales de levante o poniente. Una mar calma sin cualquier oleaje de aquellos donde había aventura para imaginarnos ser los héroes de un naufragio leído en Julio Verne o visto la noche anterior en aquellas películas de bucaneros de los cines de verano. Había energía en estado puro. Era cuando jugábamos al peligro y este se dejaba jugar. Aquella ola que rompía en la orilla, con nosotros dentro, era un vórtice de fuerza que nos atrapaba en su rugir: el poderoso movimiento que nos agitaba a su capricho como hielos agitados en una coctelera que al final se confundían con la espuma blanca que, tras tanto zarandeo, era suave lengua sobre la superficie de la arena negra de la playa arrastrando el pecio que sobre su superficie éramos: sobrevivientes de aquella experiencia de furia y ruido con algún heroico arañazo sobre la piel. Y volvíamos una y tras otra a adentrarnos en esa gruta azul que nos engullía y una y otra vez nos regurgitaba sin devorarnos como la ballena hacía con el profeta Jonás. Olas del mar de todos los veranos como torbellino de la felicidad.
«Por un beso que le di en el puerto, han querido matar mi alegría. Por un beso que le di en el puerto me encuentro metido en esta prisión. Si lo llegan a saber mis huesos le lleno de besos hasta el corazón.» Eso lo cantaba Manolo Escobar en aquel tiempo de las olas y es que el beso o, vastago menor, el piquito, siempre en verano, puede conllevar un resultado peligroso de efectos punitivos. Rubiales con su piquito y el desdén de Sánchez a Feijoó marcan el cronicón de un verano que iba a pasar a los anales sin pena ni gloria, pero ya tiene varias leyendas escritas como «Fue aquel verano que hubo elecciones» o «recuerdo que fue aquel agosto de lo de Rubiales cuando veraneamos en Almuñécar». No obstante, la subida del aceite, la guerra en Ucrania, la indefinida Europa será quien marque el calendario en la calle, la agenda de nuestra cotidianidad.
Pero aquellos septiembres, los de esta crónica, redondeaban de oro la tarde sazonada de uva, membrillo, higo y granada, en sus cielos más extremos. En este trance de la tierra, ya estaba todo empapado de las jornadas de sol del verano y la naturaleza mostraba el hastío de la luz en ese primer frescor que procura la amanecida. Hasta las cabras rastreaban aburridas los barrancos y se advertía en la naturaleza esa primera tristeza que preconiza el equinoccio de otoño que ceñirá a la tierra con la oscuridad del Hades.
Según las mitologías, era entonces que los dioses se plegaban a la morada olímpica dejando a los mortales el beneficio del fuego en torno al que narraban con nostalgia sus encuentros carnales, en prados, cuevas y orilladas, con la estirpe de los inmortales
Hoy los dioses y diosas en las pasarelas de París y Milán o en el oficio de instagrámeres astillan cualquier mitología anunciando a golpes de su desnudes y el bronce de sus cuerpos que el verano está a la esquina de la primera agencia de viajes, y que en playas a siete horas de camino están holgando los nuevos mortales con las mitologías propias al hemisferio sur. Y por tanto, siempre es verano, siempre es septiembre en este mundicolor que nos quieren hacer creer las redes y nuestro banal presente siempre es un verano chirriante que se refresca de caipiriñas a la sombra de una palmera pintada en verde y naranja ofertado desde una playa de arena dorada y mar definido en turquesa donde todos es posible si vamos marcados con una pulsera que abre las puertas del paraíso tematizado. Así, las blancas carnes de las deidades se tornan musculadas del fitness de hotel disfrazado de lujo y balancean sus caderas satén y ébano para ser nuevas Europas raptadas por un toro camastrón en las playas del Caribe cuya única fuerza se contabiliza en tarjetas de plástico.
No obstante, mientras en el backstage se perfila la última pestaña del futuro verano y las y los top e influencers ubican su última mueca frente a los visores de los móviles, el mediterráneo va desgranando su calendario tribal del fuego purificador por las costaneras de sus montes. Es entonces que la miasma crepita su energía en hogueras como lo hacía en el paleolítico cuyo avance tecnológico del control del fuego supuso la primera genialidad humana enfrentada a lo sobrenatural de las erupciones volcánicas o los incendios que provocaban los rayos. A partir del descubrimiento, supieron que el fuego también se encontraba dentro de los árboles al surgir por fricción entre dos maderas y conocieron que era la médula blanca y seca del tallo de la cañaheja, aquella planta umbelífera utilizada por Prometeo, cuya principal función era trasladar el fuego de un lugar a otro, ya que éste arde lentamente en ella sin apagarse.
Desde entonces, la humanidad juega entre seguir perfilando de rascacielos la noche oscura o poner luminarias en sus montes, en esos juegos de retroceso y avance con los que distrae su paso.
Para algunos, septiembre, ya digo, nos trae el fuego purificador en su séptima jornada para quemar los esplendores del verano y con ellos la nostalgia de los cuerpos con sabor a salitre en su carne. Aquellos cuerpos que tanto amamos a nuestra manera y quizá también nos amaron a la suya. El mediterráneo, mientras aguante tanta intromisión de desechos, sigue la rueda natural de los trabajos y los días. Este mes tocan lumbres y su recuerdo tachona mi memoria de hogueras en los montes y el aire se impregna de carnoso membrillo; el paladar con higos rezumando eros de su sustancia y la vista con granadas que maculan de sangre las mantelerías de hilo.
Dentro de unos días es 7 de septiembre, cuando los montes que rodean Almuñécar y La Herradura brillaban de hogueras y todo anunciaba, cuando entonces, que el verano con sus tradiciones se iba y había que imponer los usos del invierno y preparar los hogares para el que se comenzaba limpiando de rastrojos hacienda y vida.
Hoy es difícil poder descubrir ese calendario con broza y despojos en vísperas de la Natividad de la virgen María, origen de la celebración y que no cabe duda tiene consecuencias visibles en otras mitologías anteriores. Pero aparte connotaciones religiosas, la celebración contaba con el factor eminentemente agrícola y vital de la catarsis. Y en la memoria de los más mayores queda el recuerdo de aquellos días de las lumbres cuyos preparativos comenzaban tres días antes con la elaboración de comidas, dulces. Luego, en aquella noche, se recorrían diferentes cortijos y cortijadas todas con sus lumbres. Y en torno a ellas, donde ardían materiales heterogéneos abundantes en rastrojos y hojas de penca secas que son de gran combustión, se comía migas o carne adobada acompañada de sangría o vino del terreno, mientras bailaban hasta la madrugada el fandango cortijero. En aquellas noches los jóvenes se echaban la primera mirada, se decían el primer compromiso o se perdían bajo el aroma de las higueras en su segunda floración de breva temprana a higo recio.
Javier Celorrio