Hablar de democracia es como acto meramente enunciativo sencillo, ser demócrata con todas las consecuencias implícitas en el significado que deriva del sustantivo una cuestión más ardua que exige la disposición a renunciar a la prevalencia de nuestras ideas o sentimientos en las decisiones políticas o las preferencias sociales. Por eso las ideologías colectivistas en sus diferentes versiones propenden de manera necesaria a lo autoritario. Las libertades o son individuales o no son, por más que Sartre tratara de demostrar lo contrario en “Los comunistas y la paz” con disquisiciones de base totalitaria (¡), una libertad colectiva es una contradicción evidente que presupone que sólo haya objetivos sociales uniformes, lo que convierte al disidente en enemigo del resto y exige como final la imposición coactiva de ese bien común anterior a que se den hechos que deberían hacerlo posible. Tras la facundia encendida de algunos discursos sobre la democracia y la voluntad del pueblo se esconden habitualmente proyectos liberticidas que contradicen toda la rebuscada semántica que los envuelve.
A nadie con un limitado nivel de ingenuidad se le escapará que el cupo catalán tiene más cupos asociados y uno de ellos, esencial para el identitarismo nacionalista, es la lengua catalana, esencia vital de toda la cosmogonía nacional-secesionista. Para desconcierto del separatismo, y pese a sus denodados esfuerzos de intolerancia con el español, el uso popular de la lengua catalana va retrocediendo en la región. Pasa lo de siempre cuando se decide intervenir en los procesos sociales espontáneos: los efectos buscados rara vez se atienen a lo pretendido y si se logran algunos transitoriamente es por medio de la represión.
La semana pasada, en sesión parlamentaria, el Ministro de Cultura, espoleado por el diputado Rufián en ese papel de excipiente político que tanto le gusta ejercer, aseguró a éste que no iba a tolerar ningún ataque a la pluralidad lingüística de “nuestro país” (Cataluña se entiende). Tras culpar a la derecha, a tales efectos da igual que se trate del catalán o del curso de las corrientes oceánicas, ambos estuvieron de acuerdo en que cada vez se habla menos catalán en Cataluña, llegaron a cifrar en un millón de personas la merma de catalanoparlantes, y que, por supuesto, había que tomar medidas, algunas de las cuales fueron anticipadas por el Ministro. Es decir, los catalanes, entre los que se incluyeron naturalmente a quienes viven en esa entelequia llamada “Països Catalans”, tienen que hablar el idioma que les digan y no el que ellos quieran. Y se dice llanamente, sin complejos, con esa desenvoltura que el nacional-progresismo, tan español malgré lui, exhibe para sostener que no existe alternativa éticamente aceptable a sus principios, lo que hablando de los males del determinismo ideológico esto nos proporciona un claro ejemplo de ello.
Uno de los mantras más recurrentes de la izquierda es acusar al liberalismo de “darwinismo social”, sin antes haber entendido la teoría de la evolución de Darwin: que no es el más fuerte el que sobrevive (piénsese en dinosaurios, mamuts…) sino el que mejor se adapta al medio. Si la llamada ley del más fuerte fuera correcta el catalán ahora sería la lengua única de Cataluña, impuesta oficialmente a todos los catalanes. Las lenguas locales están condenadas a la extinción, es la suerte común de todas, porque la utilidad de uso es lo que determina su expansión, no la voluntad autoritaria del poder político que nunca podrá traspasar el confín de lo oficial. Esta tendencia es mucho más acentuada en los procesos de globalización como consecuencia de la aparición de poderes nacionales hegemónicos. Ocurrió con Roma y el latín como lengua franca del imperio; con el español tras el descubrimiento de América y en los últimos cincuenta años con el inglés a consecuencia del poderío militar y, muy fundamentalmente, económico de los USA. Nunca se trató de idiomas impuestos, sino que se generalizaron por las las mayores potencialidades de entendimiento que proporcionaban se adaptaron con más eficacia al medio surgido de las nuevas situaciones geopolíticas y económicas y como consecuencia un progresivo detrimento en la utilización de las lenguas locales. La consecuencia de tales evoluciones y cambios, es que el valor (otro concepto inasequible para el determinismo) de un idioma se mide en función del número de personas que lo comparten y las ventajas de todo orden que de ahí se derivan. Es algo fácil de entender, aunque imposible de asimilar por las mentes totalitarias donde ningún espacio de libertad tiene la condición de sagrado.
P.S.: El negacionismo que agrupa a los defensores del fraude en las elecciones venezolanas y la dictadura chavista culminado por la tediosa acusación de “ultraderechista” dirigida al ganador de los comicios, Edmundo González, ha elevado a Maduro al siniestro nivel de Stalin. A éste, una parte de la más exquisita intelectualidad europea hizo todo lo posible por encubrir sus desmanes en los años ´50 y a Maduro, en ausencia ya de toda exquisitez, una ruidosa minoría muy minúscula a la que la abierta brutalidad del tirano deja en evidencia a diario.