“…en el sistema actual todo pequeño grupo de interés puede hacer que se atiendan sus reclamaciones, no convenciendo a la mayoría de que éstas son justas o equitativas, sino amenazando con no dar ya el apoyo necesario a ese núcleo de individuos que quieren constituir una mayoría”. Esta frase fue escrita en 1.982 y está sacada de la tercera parte del libro “Derecho, legislación y libertad” de Friedrich Hayek. Ni pensada a propósito podría describir mejor cómo se está gestionando el gobierno de la nación en lo que podría describirse como un intercambio de favores. Una minoría, a su vez subdividida en dos grupos, a cambio de sus votos, está consiguiendo que la igualdad ante la ley se esté quebrando en función de un cierto proyecto político (la independencia de Cataluña) o de la residencia en un ámbito territorial determinado (Cataluña de nuevo). Delinquir a propósito del objetivo secesionista catalán está exento de reproche penal y vivir en Cataluña va a significar que las obligaciones generales establecidas para la financiación del conjunto de la Nación, van a constituir excepciones declaradamente injustas en la plena consciencia de su carácter. Todo ello amparado en una mayoría parlamentaria de conveniencia donde el objetivo no es la búsqueda del bien común sino de objetivos o intereses de grupo que tienen que ver con la detentación de cuotas de poder mucho más allá de lo que las propias urnas han resuelto. Cuanto se viene acordando en los términos expuestos ha quedado ajeno al debate político democrático y ha sido decidido por élites carentes de respaldo electoral (fragmentado y no mayoritario) y de mandato por cuanto el sufragio no se emitió como un pronunciamiento sobre tales materias. Por tanto, lo que se pone en práctica no es ni siquiera una voluntad mayoritaria sino lo que una facción de esa mayoría impone a otra parte de la misma que lo acepta para seguir siéndolo. No se puede hablar de regeneración democrática aprobando normas que discriminan en sus efectos al ser aplicadas y a partir de ahí se podrán debatir muchas cosas menos de igualdad ante la ley.
Si ya es perfectamente discutible que una mayoría parlamentaria por más homogénea que sea y por muy explícitas que seas sus propuestas al votante pueda decidir cualquier cosa por el simple hecho de tener más sufragios legislativos, cuando se carece además de tales respaldos, ello resulta completamente contrario a un recto entendimiento de los principios democráticos. La idea de justicia al legislar no debería apartarse de la teoría clásica del gobierno representativo donde se asumía que únicamente pueden esperarse buenas leyes cuando los diputados “sólo pueden dictar normas a las que ellos mismos, o sus herederos, están sometidos; cuando no pueden distribuir dinero si no soportan una parte de los costes…” (Cato´s Letters). Cuando los acuerdos y las normas que los solemnizan responden a contenidos excepcionales y otorgan privilegios a instituciones o individuos determinados son claramente injustos sea cual sea la visión ideológica desde la que se consideren. Para la concesión de beneficios particulares no hay normas morales (ni puede haberlas) y su práctica como sistema de gobierno sólo puede ser entendida como un ejercicio de arbitrariedad.
Es un error grave creer que aquello sobre lo que se alcanza un consenso político mayoritario es necesariamente justo, en realidad es lo contrario, el resultado de esta forma de pensar y actuar donde el mero hecho de articular mayorías parlamentaria convierte en justo lo que decide corrompe las ideas de libertad y democracia. Hemos oído argumentar a algún parlamentario de los que sostiene al Gobierno que la Oposición debe someterse sin condiciones a lo que diga ahora la mayoría del Congreso (la del Senado por supuesto no cuenta). Planteada la cuestión en esos términos puede deberse, conjunta o alternativamente, a una noción autoritaria del poder, a una particular forma de “maduración” política o a una mala comprensión de cómo se conjugan el imperio de la ley y las decisiones legislativas adoptadas por el Parlamento. Si a ello le añadimos ese especial elemento de superioridad moral que aqueja a quienes se contemplan a sí mismos como quintaesencia de todo lo bueno, revestido de omnisciencia, y al resto como un precipitado de todos los males imaginables, agravados por la ignorancia, se caerá fácilmente en esa sucesión de confusiones.
Se debe por último considerar que todos esos equívocos tienen su raíz en la creencia de que se pueden formular proposiciones de justicia con carácter universal, la tan traída “justicia social” es en realidad una justicia particular, constituida en una carta de presentación ante la que todo reparo debe quedar rápidamente neutralizado. Tan es así que el socialismo, excepción hecha de algunos países, ha declinado definitivamente sus iniciales propósitos de distribuir los medios de producción en beneficio de esa llamada justicia social renombrada “justicia fiscal”, persigue esa redistribución a través de una política tributaria aplicada a las rentas, atenuando así las resistencias. Se abandona el sistema de expolio generalizado de bienes para ir de forma gradual ampliando la interferencia del Estado en la riqueza producida. Como aquí el error de concepto se aplica de manera incompleta el fracaso no es total sino atenuado y en todo caso diferido pero inevitable. Las cifras macroeconómicas, dopadas por la inflación y la deuda pública, no pueden ocultar la realidad de una precarización social cada vez más amplia como secuela inevitable del intervencionismo económico que tiene como más claro ejemplo la dificultad de los jóvenes para llegar a emanciparse en condiciones aceptables, un síntoma evidente de las dificultades para prosperar que impone ese igualitarismo empobrecedor, contrario a la igualdad que garantiza concurrir bajo reglas aplicables de modo general.
Es esa idea de justicia social, de contenido tan contrario a lo que pretende significar, la que va a permitir, si todo se termina consumando, que unas normas de carácter general graviten sobre el conjunto de la sociedad española para su perjuicio y el correlativo beneficio de personas o grupos concretos debido a su privilegiada posición en la esfera que conforma el poder. Y así, lo mismo que la justicia social, la democracia puede terminar siendo lo que una mayoría formada para la ocasión pueda decidir.