Destino a la servidumbre / José María Sánchez Romera

La corrección política ha secuestrado de tal manera el sentido racional de las cosas, empezando por el rigor con el que se conectan la realidad y el lenguaje, que no pasará mucho tiempo sin que paguemos las consecuencias. Un cúmulo de pseudo verdades impuestas a base de propaganda, ausencia de debate y anulación del discrepante, ya sea mediante su cancelación o aprisionándolo dentro de un adjetivo infamante, están corroyendo de tal forma la nuestras percepciones más básicas, así van construyendo una sociedad coagulada, nada fluye y los valores ya no se contrastan para su progreso, sino que se mineralizan una serie de categorías al modo de los viejos dogmas teológicos que tanto criticaron los racionalistas, a modo de dogmas partisanos. Las consignas salen de los Gobiernos a través de unos medios de comunicación que, abonados al mercantilismo, las difunden convertidas en el único producto informativo disponible, al modo de las economías autárquicas.

Siendo ese el estado del pensamiento social que domina la esfera pública (la privada aún es muy distinta), nos hemos acostumbrado a escuchar con la mayor pasividad cómo los Estados hacen crecer sus déficits de manera exponencial cada año en la confianza de que quienes toman las decisiones saben lo que hacen o, en otro orden de cosas, que eso no afectará a nuestra vida diaria. Y eso es un gravísimo error. Hace pocos días en USA republicanos y demócratas alcanzaron un precario acuerdo para financiar por 45 días más la administración estadounidense a fin de negociar un acuerdo definitivo sobre el déficit del siguiente presupuesto estatal. Hemos oído en casi todos los medios de comunicación decir que esta medida provisional y el esperado acuerdo definitivo evitarán la bancarrota del Gobierno norteamericano. Los hechos, sin embargo, nos dicen lo contrario, los USA están ya están en bancarrota (deben 33 billones de dólares), como otros muchos gobiernos, y por esta razón necesitan endeudarse, porque nadie con solvencia acude al crédito para seguir cumpliendo sus compromisos económicos. Sólo la falta de recursos propios disponibles explica recurrir a los préstamos para continuar con las actividades habituales, sea un Estado o una economía de otra naturaleza. Si bien el Estado no funciona como una empresa, bajo el criterio del beneficio, tampoco puede hacerlo sostenido en el endeudamiento perpetuo para sostener una expansión infinita del gasto que inevitablemente recae sobre los ciudadanos, algo se oculta bajo toda clase de eufemismos.

Los Estados, sus políticos, hacen trampas y ahí está el error de creer en la inocuidad de las políticas presupuestarias públicas. Habiendo monopolizado la creación de la moneda y por tanto del dinero, tan esencial en las economías modernas, disponen de la riqueza de sus ciudadanos a voluntad. Juegan con los tipos de interés que no son los que se pactan entre la oferta y la demanda, intervienen los precios incrementándolos artificialmente por medio de los impuestos y crean toda la masa monetaria que les interesa para financiarse depreciando el valor del dinero del sector privado. Como el dinero recién creado no ha provocado todavía inflación, los Estados que son quienes disponen en primera instancia de él, lo emplean sobre niveles de precios que no han sido aún afectados por esas masivas inyecciones monetarias. Como es lógico el aumento de la oferta de dinero hace bajar su valor y con ello la capacidad adquisitiva de la gente que ve impotente cómo merman sus ahorros reales y sus ingresos, financiando a la fuerza y por la puerta de atrás políticas de gasto cuya eficiencia nunca justifica el volumen de esos desembolsos. Cuando pagamos los combustibles, la electricidad, los alimentos o los servicios no hay que fijarse en quien nos los cobra sino en quien crea las condiciones que determinan los umbrales del precio de las cosas. El hedonismo monetario que se ha impuesto como forma de gestión de política económica y que no es más que una variante de la planificación central socialista, que atesora tantos fracasos como intentos, deja a la vista sus efectos en una juventud impotente para emanciparse e iniciar a una edad razonable un proyecto de vida. Basta comparar las generaciones de los años 60 y 70, cuando el Estado manejaba porcentajes muy bajos del PIB, para avalar el retroceso en este aspecto. La felicidad que prometen los estatistas interviniendo la economía (y todo cuanto pueden), se manifiesta aquí en toda su crudeza. Soñar el mundo no es el mundo, por eso los resultados siempre son contrarios a los objetivos perseguidos.

Naturalmente todo encontrará explicaciones de apariencia razonable y justificada para ese manejo de los intereses individuales a capricho de las intromisiones del sector público. Redistribuir la riqueza, guerras, pandemias, crisis de los mercados, normalmente causadas por las propias decisiones de los gobiernos, y todo un sinfín de excusas en las que nunca se verá a nadie admitir que tomó decisiones equivocadas. Las restricciones a la libertad no pueden ser buenas según qué cosas y en función de la conveniencia de los dirigentes, por lo que cuando se limita la libertad económica, se cercena la libertad y cuando una libertad se ve amenazada, todas las demás corren peligro. Sin propiedad no hay libertad, la base material de la existencia libera al ser humano de ser dependiente de otro. Esto lo decían hasta los viejos marxistas, pero su visión de la propiedad colectiva y la planificación económica como hito para la liberación moral de ser humano fue una ilusión teórica que se demostró equivocada y condujo a una realidad contraria.

Aquélla frase tan celebrada de John F. Kennedy en su toma de posesión, “no te preguntes qué puede hacer tu país por ti, pregúntate que puedes hacer tú por tu país”, cobra en estos tiempos un sentido distinto o quizá se entienda ahora lo que quiso decir.

 

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