El clamor / José María Sánchez Romera

Los partidos que conforman la coalición de Gobierno en España andan en un tenso momento a cuenta de la catastrófica ley llamada “solo sí es sí”. Sea por la defensa a ultranza de la norma o por la necesidad electoral de su reforma, ambas formaciones libran un duro pulso que va más allá de ley, respaldada de modo entusiasta por ambos a su aprobación, e incluso cuando se fueron conociendo sus consecuencias, y tiene mucho más que ver con el encuadramiento de sus potenciales votantes en función de la posición adoptada por cada uno en torno a este asunto. Por demás está decir que cualquier reforma que se haga para a evitar los efectos nocivos de la ley una vez promulgada semeja la aspiración de esperar que un plato que se hizo añicos vuelva a su estado original.

En paralelo, ante los devastadores efectos que la ley aludida causa a diario en la opinión pública con la imparable sucesión de rebajas de pena y excarcelaciones, han abundado en los últimos días maniobras de distracción con las que se trata de aflojar el cerco político e informativo que ha provocado. Sorpresivo anuncio en el Senado del nuevo Salario Mínimo Interprofesional, anacrónicos ataques a los “capitalistas”, personas o empresas con nombres propios, e incluso la historia de esa versión ibérica de James Bond que, si hemos de creer todo lo que se cuenta, habría seducido a un buen número de mujeres pertenecientes al mundo “okupa” y antisistema de Cataluña. Los productores de la saga ya han encontrado el unicornio que siempre buscaron para sustituir al mítico Sean Connery como agente 007.

Con insobornable fidelidad al clásico guión establecido según el cual los más o menos abiertamente declarados enemigos del capitalismo siempre lo responsabilizan de unos efectos provocados por vulnerar sus fundamentos, a los creadores de empleo se les ha llamado estos días seres “despiadados” (expresión que no se ha empleado ni para referirse a quien acabó con la vida de Diego Valencia en Algeciras) o se ha recurrido a la existencia de un “clamor” para justificar la solicitud a los bancos para que den un uso “social” a sus beneficios. Los primeros responden a razones ideológicas basadas en un error teórico “popperianamente” falsado al límite del hastío, pero de plena coherencia con la teoría que lo inspira: denunciar a quienes son imagen de la riqueza propugnando en su lugar ese socialismo de corte confiscatorio que lleva indefectiblemente a la miseria. Sin embargo, el “clamor” detectado por la Vicepresidenta para Asuntos Económicos del Gobierno sobre los beneficios de los bancos encierra un mensaje que debería causar grave preocupación en la ciudadanía por la cantidad de falsos prejuicios que contiene. Adelantemos que ya en su formulación, al margen de su cuestionable sinceridad, el mensaje trata de confundir la parte con el todo. El clamor vendrá en su caso del discurso político del Gobierno, no de la sociedad que en democracia se expresa mediante elecciones y éstas todavía no se han producido.

Lo que resulta más interesante es desentrañar la acumulación de falsos “consabidos” que se incrustan en la fórmula empleada por la Ministra. La primera es que la existencia del mercado bancario no cumple funciones sociales, cuando precisamente la banca es una institución salida de la sociedad y no creada políticamente en su origen, aunque cada vez más mediatizada por el poder (lo que tiene sus consecuencias negativas de las que también se responsabiliza a la propia banca). Es el negocio bancario desde donde se canaliza el crédito para quien carece de recursos con los que afrontar determinadas necesidades o proyectos y cuya remuneración consiste en el pago del interés, siendo éste la consecuencia del aplazamiento de la tendencia a consumir, que es a lo que llamamos ahorro. Éste es el que capitaliza la sociedad y a partir del cual se genera la riqueza, por eso las sociedades prósperas son las que presentan altos índices de ahorro (peyorativamente llamado capital en la visión marxiana). Las distorsiones provocadas al sentido original de las entidades de crédito por la acción del poder político y su hiperregulación obligándolas a modelos de gestión que las encaminan a lo insostenible, tratan de presentarse como fallos del modelo. Y precisamente de la manipulación del tipo de interés por los bancos centrales, responsables por ello de la altísima inflación que padecemos, se trata de culpar a la banca privada acusándola de obtener beneficios inmorales. Es todo lo contrario y mucho más sencillo: el mantenimiento de tipos de interés artificialmente bajos ha beneficiado el apalancamiento de unos a costa del ahorro privado de otros, una silenciosa redistribución de rentas que ha distorsionado el coste real de la financiación. Ahora ante la imposibilidad de mantener una liquidez infinita sin destruir casi por completo el valor de la moneda, surge la necesidad agónica de subir los tipos de interés oficiales (como si hubiera una cifra objetiva del interés adecuado que alguien pudiera fijar) con el fin de responder a las urgencias de invertir la deriva inflacionista creada por las decisiones políticas. Cuando la gente mire la merma de la capacidad adquisitiva de su dinero no debe mirar a las empresas, a las que afecta la misma inflación, debe mirar a la FED y al BCE por haber roto las reglas más elementales de la economía para servir los intereses de los gobernantes.

Las evidencias anteriores no obstan a que incluso un premio Nobel de economía como Paul Krugman, en la lamentable deriva que lo ha llevado de la labor académica al activismo político sectario, defienda la continuidad de la expansión del gasto público y privado vía incremento de la masa monetaria causante de la inflación, recomendación similar a la de eludir las consecuencias de una borrachera aumentando la ingesta de alcohol. Lo cierto es que, volviendo a la cuestión, la banca, tampoco hace suyos los beneficios que obtiene y que son políticamente verbalizados como producto de algún tipo encubierto de fraude a la sociedad que crearía obligación (moral de momento) de devolverlos. Todo beneficio, salvo que se pueda demostrar lo contrario, es el resultado normal de modelos exitosos de gestión empresarial, que implican a su vez, aunque trate de sugerirse lo contrario, el pago de impuestos y de cuyo saldo se extraen los recursos para reinvertir en la propia empresa y evitar su obsolescencia, así como repartir ganancias también a los accionistas, miles de pequeños ahorradores, fondos de pensiones y otros inversores que ponen y arriesgan su capital, quienes a su vez pagan también impuestos a los estados por esos beneficios, quedando como siguiente y paso final gravar con el cien por cien esos beneficios siguiendo esa lógica circular de su finalismo social. La diferencia entre ese modelo de gestión privada, aunque parcialmente sojuzgado por el poder, y su alternativa, es el del rescate que hubo de hacerse de las cajas de ahorro, paradigma de gestión pública, debacle que con todo cinismo se pone también en el “debe” de la banca para responsabilizarla de unos costes que no provocó.

Jugar a la incertidumbre puede ser mucho más grave que un alto índice de deuda sobre el P.I.B.

José María Sánchez Romera

 

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