«El sacerdote lleva en sus manos consagradas al Rey de cielo y tierra, el que envía la fecundante lluvia y hace lucir el sol que ha de germinar escondida simiente; agrúpansele, entonando melodiosos cánticos, otros ministros del altar, mientras los acolititos agitan de continuo los humeantes incensarios. Y así es conducido por calles y plazas entre el clamor de los unos, las piadosas peticiones de los otros, los votos del enfermo, las expansiones de la juventud, el respeto de la ancianidad y la alegría de todos».