Es ya casi un tópico la brillante reflexión de Karl Marx con la que da inicio a su libro “El 18 de brumario de Luis Bonaparte”: “Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa”. Puede que fruto de esa teoría hegeliana que completa Marx con esa fina ironía, si el efímero imperio napoleónico de los Cien Días tuvo su final abrupto en la batalla de Waterloo, el del Gobierno de España parece no poder sustraerse en su tambaleante trayectoria a su pacto fundacional con el fugado en Waterloo. Tragedia y farsa se han confirmado más de doscientos años después en el mismo punto geográfico. Pasada la euforia por obtención de la investidura el 16 de noviembre del pasado año todo han sido obstáculos, por lo general mal solventados, dejando jirones de credibilidad de forma constante y responsabilizando a la Oposición de las consecuencias de los actos del propio Gobierno. Cerradas todas las puertas a algún tipo de cooperación estable con los partidos nacionales del centro y la derecha, cualquier programa de Gobierno, mejor o peor, es inviable, no digamos ya en las actuales circunstancias, por las alianzas que fraguaron su origen. Por otra parte, la estrategia del Gobierno ha tenido los efectos de una profecía autocumplida: tanto ha insistido en que todos los que lo critican no tienen otro motivo que hacerle caer por razones partidistas que en su cerrazón a ver nada que rectificar, lo va a conseguir por sí mismo.
Como quiera que la idea germinal del Gobierno fue, primero formarse a toda costa y después mantenerse contra toda lógica, tanto los asuntos que emprende como los que se salen al paso hacen que la gestión se convierta en un desvarío de contradicciones y una guerra constante contra las evidencias. Ni la mejor de las ideas, ni la intención más loable, pueden sobreponerse por pura voluntad a la inevitable ley de la gravedad que los hechos imponen. Y puede que sea por eso por lo que siendo la dirección del Estado una cosa demasiado seria para dejarla solo en manos de los políticos el sistema liberal concibió el mal menor la división de poderes. Nadie tendría todo el poder, el cual quedaría distribuido en distintos niveles para tratar de evitar en la medida de lo posible los abusos, el poder es a la vez tóxico y adictivo, todas las limitaciones que le sean impuestas siempre serán pocas.
Pero como no es menos cierto que a día de hoy, nos guste o no, nuestra vida está tan intervenida por la acción del poder ejecutivo, que por lo general deseamos que el Gobierno acierte en sus decisiones en la medida en que somos rehenes forzosos de sus efectos. Lo cual tampoco nos debe llevar a un análisis voluntarista de la situación cuando no es posible atisbar ningún sentido ni objetivo razonable a la dinámica del Ejecutivo. Lo que vemos es que el interés público que debe tutelar el Gobierno queda atrapado en la confrontación estéril que reclama una supervivencia sin otro horizonte que mantener ocupados los sillones azules del Parlamento. Lo triste es que el programa del Gobierno ya ha quedado reducido a eso, para lo cual busca desesperadamente obtener los dos instrumentos que pueden mantenerlo de esa forma precaria en pie: la amnistía y unos presupuestos con un alto nivel de gasto que, prorrogados, puedan alargar lo más posible la legislatura. No obstante, los graves problemas legales que enfrenta la amnistía convierten su aprobación en una dificultad añadida más que en un factor de estabilidad. Y unos presupuestos sobredimensionados para que las cifras macroeconómicas oculten los problemas reales de los ciudadanos afectados por un incremento de los índices de pobreza, no podrán ocultar las dificultades de mucha gente, a la que los grandes números no les dirán nada porque lo relevante será cómo le va a cada cual individualmente. Por tanto, el Gobierno ha durado cien días, lo que como tal se mantenga en lo sucesivo no responderá al concepto original y de hecho vemos que los ministros, salvando al de Agricultura cuyo éxito es perfectamente predecible, carecen de objetivos identificables distintos a la práctica del activismo contra la Oposición.
Sea como sea, los sucesos conocidos en los últimos días sobre las adjudicaciones para la compra de mascarillas durante la pandemia, pesa demasiado como para que no haya volado por los aires esta legislatura, lo contrario sería casi milagroso. Las ramificaciones del llamado “caso Koldo”, no se sabe por cuánto tiempo se denominará así en la medida en que se va ascendiendo en la pirámide de responsabilidades, hace muy difícil por no decir imposible llevar a cabo la tarea de gobernar en condiciones mínimamente estables. Incluso aunque se pueda admitir que los políticamente señalados fueron todos sorprendidos en su buena fe por ventajistas que aprovecharon las circunstancias para enriquecerse, se puso en otro tiempo tan alto el listón de la exigencia, que ahora será muy difícil sustraerse a ello y decir que ahora es distinto por mucho que se intente. La ideología de cada cual no cambia su naturaleza humana por mucho que esa idea trate de fijarse en la conciencia social con fines políticos. Hay una parte de la izquierda que no puede prescindir de la hipérbole cuando los asuntos turbios conciernen a la derecha, sin embargo, cuando les afectan no asumen que se deriven las mismas consecuencias que antes reclamaron. En el contraataque gubernamental se delata además el grave error de su planteamiento: si las críticas de la derecha son cínicas por haber tenido casos de corrupción, están aceptando implícitamente encontrarse en la misma situación que antes sus adversarios, lo que convertiría en irrelevante votar por una u otra opción, un efecto letal para la democracia, reducida de ese modo a una contienda entre facinerosos. Es también la muerte por suicidio de eso conocido como “superioridad moral”, quizá porque nunca ha existido.