La inaudita agresividad que está alcanzando el nacionalismo catalán y de modo muy señalado el que representa el partido del todavía prófugo Carles Puigdemont merece reflexiones más alarmadas de las que cursan en estos días. Sorprendidos unos por la agresividad formal y verbal de los separatistas catalanes y los otros haciendo oídos sordos a sus desvaríos en tanto que “votodependientes” de ellos en el Congreso de los Diputados, lo que no se denuncia como debe es el carácter abiertamente totalitario de este grupo que ha caído en la peor de las versiones del nacionalismo si es que hay alguna buena. La cuestión va más allá de la venganza que han aprovechado gracias a la oportunidad que le han brindado los grupos que conforman en Gobierno para ser decisivos en la estabilidad del país, sino que esta tesitura les ha revelado como lo que son y lo que nunca dejaron de ser, unos totalitarios. Debe añadirse que el arbitraje del que disponen sobre la suerte de tantos millones de españoles, contra lo que se dice desde la izquierda, no se lo han dado los resultados electorales, sino el valor que a sus votos la propia izquierda les ha dado con tal de mantener el Gobierno de la Nación. Por cierto, la izquierda sigue sin entender por qué suben los precios cuando un producto es escaso cuando les debería resultar una evidencia en función del coste que están teniendo los votos del Sr. Puigdemont. La lección de teoría económica se la han puesto sencilla, pero es comprensible que sea más difícil de asimilar por quien no soporta directamente lo abusivo del precio.
Efectivamente, la venganza es una explicación insuficiente de la actitud nacionalista representada por Junts, a la que secunda agónicamente por ERC en su lucha por la misma clientela. De haber querido cobrarse lisa y llanamente la factura del sometimiento a la ley a la que han sido sometido sus líderes, dejar a España sin Gobierno habría saciado mucho mejor las ansias de “vendetta”. Cierto es que el Ejecutivo que apoyan, aun sin ellos, no sería un modelo de equilibrio, más bien lo contrario, vive en zozobra permanente y con el único margen de maniobra de confrontar con la Oposición para ocultar las permanentes provocaciones de Junts haciendo del sintagma “extrema derecha” la expresión fetiche de para solventar cualquier debate. La elevación de Junts a los altares del progresismo, en lo que de bueno pueda significar el término, no dejaría más alternativa que la sorna si la implicación de ese grupo en la conducción del Estado no fuera determinante. Pero es que a la naturaleza propia del nacionalismo, Junts ha incorporado elementos propios del discurso posmoderno más radical y tóxico que están convirtiendo el protagonismo que se le ha regalado en un peligro para la democracia. Prácticamente nada tienen que perder, y lo que habían perdido lo van a recuperar duplicado, y sin embargo la ocasión les ofrece una oportunidad única que hacer saltar la banca (léase España).
Una de las características de la teoría posmoderna actual, la versión conocida como “woke”, es su relativismo radical, que en la práctica adquiere la forma del doble rasero respecto de lo que podríamos citar como ejemplo la permanente queja por las discriminaciones sufridas mientras ellos no dudan a su vez en discriminar todo y a todos cuantos cuestionen su discurso. Esta peculiaridad del universo “woke”, entre otras no menos inquietantes, cursa como la moneda más común en esta versión actualizada del nacionalismo. Nunca han dudado de acusar al resto de los españoles literalmente de robarles y vivir a costa de la riqueza que se generaba en Cataluña, omitiendo el resto de España de donde provienen la mayoría de sus ganancias es un mercado casi cautivo históricamente. Mientras, su realidad desde hace muchos años es la de una Comunidad arruinada, con un bono que nadie quiere y que necesita de las constantes transferencias de liquidez del Estado para costear su administración. Dinero que no dudan en dilapidar en beneficio de su particular proyecto secesionista que básicamente procede de la región más próspera que es Madrid (odiada a partes iguales por nacionalistas y la izquierda) que es la que más aporta con mucho al fondo de solidaridad entre comunidades. Incorporar al entendimiento de todo esto factores psicológicos, incluso antes que los sociológicos, quizá podría ayudar a entender mejor este endiablado asunto.
Dentro del marco general esbozado en el párrafo anterior se pueden comprender las acciones del nacionalismo catalán en el corto espacio de tiempo de la presente legislatura. Se niegan a someterse a las leyes que se aplican a todos, pero pretenden someter a un proceso político, para su denigración y privación de sus empleos, a los jueces que los han condenado, y no porque hayan aplicado mal la ley, sino por habérsela aplicado. No obstante, para la coalición de Gobierno este asunto representa “preocupación cero”. Con la misma actitud de agresividad, y pareja preocupación cero en el Gobierno central, ha recibido el nacionalismo a la Comisión del Parlamento Europeo encargada de comprobar el trato que se da en la escuela pública a los castellanohablantes catalanes, que por cierto son mayoría. Los comisionados han sido recibidos de forma abiertamente hostil por las autoridades catalanas, insultados por la calle por grupos organizados al efecto y sometidas a vigilancia las personas que entrevistaban para coartar sus testimonios. La conclusión anticipada por la Comisión es algo tan archisabido como que el idioma catalán no corre peligro alguno, aunque, por supuesto, los nacionalistas seguirán diciendo lo contrario. Es conveniente recordar que el secesionismo catalán, en su epistemológica incoherencia, justificaba sus aspiraciones independentistas en el hecho de tener una mayor proyección hacia Europa que el resto de España a cuya pertenencia atribuía una menor integración. La retirada, en fin, de la bandera de España cuando tras el Presidente del Gobierno habló el de la Generalidad hace dos días, es una muestra más de su concepto unidireccional del respeto.
Con todo esto la esencia del nacionalismo catalán ha quedado al descubierto y la demostración de que es partidario de cualquier cosa siempre que los demás no aspiren a ser nada. La más pura esencia del nacionalismo al que por inconsciente rigor ya nadie llama democrático.
José María Sánchez Romera