La muerte no por inevitable y conocido acto final de la existencia, deja de ser un suceso que se recibe con sorpresa, seguramente como negación inconsciente de lo que el destino aguarda a los que quedan vivos. Esta semana nos ha abandonado Paul Auster, un escritor polifacético que ha dejado una extensa obra. En los rituales obituarios que la ocasión impone se ha rememorado su extensa obra y de entre ella la atosigante “El país de las últimas cosas”. A pesar el tiempo transcurrido el recuerdo de su perturbadora lectura deja una sensación parecida de angustia ante lo inexplicable que causa “La metamorfosis” de Kafka. Auster en su relato-carta nos ofrece una visión apocalíptica y distópica de una ciudad sin nombre en la que todo se va destruyendo o desapareciendo, a la vez que la gente muere de forma completamente absurda como resultado de una existencia miserable y carente de esperanza. Puede que lo más inquietante de la novela sea que la narración escamotee el origen de semejante devastación. Ninguna clave nos da tampoco su protagonista, Anna: “Éstas son las últimas cosas. Desaparecen una a una y no vuelven nunca más. Puedo hablarte de las que yo he visto, de las que ya no existen; pero dudo que haya tiempo para ello. Ahora todo ocurre tan rápidamente que no puedo seguir el ritmo.”
¿Se estará –estaremos- convirtiendo España en un país de las últimas cosas? Como decía la protagonista de la novela todo ocurre tan rápidamente que no es posible seguir el ritmo. Ya advertía Benjamin Constant a finales del siglo XVIII, en referencia al período del terror durante el proceso revolucionario francés, que las ideas y las instituciones deben coincidir en el presente histórico y que las segundas deben ir cambiando al ritmo de las ideas para que la transformación social sea pacífica. El terror había desbordado las exigencias de aquel presente y llevado la soberanía popular al fanatismo y por él al asesinato. De sus consecuencias se debió extraer como principio que una asamblea representativa no es la voluntad general ni necesariamente la interpreta, por eso debe limitarse al cuerpo político para impedir que se lleve la autoridad más allá de lo legítimo. Jeremy Bentham lo expresó de forma más cruda y bajándose literalmente de las ramas: “el término pueblo es una firma falsificada para justificar a sus jefes”.
En nuestro país hemos pasado de forma inopinada y en el corto espacio de medio año de una democracia clásica gobernada bajo una división de poderes garante de los derechos individuales, a entronizar la teoría de una soberanía absoluta encarnada por una mayoría parlamentaria capaz de decidir sin restricciones en cualquier orden de cosas, sin distinguir las públicas de las privadas. De tal forma que lo que se nos aparece es la legitimación de todo cuanto emane de una supuesta voluntad general que estaría representada por bloque amalgamado en el mutuo apoyo a la búsqueda de objetivos inconciliables (¿o es todo apariencia?) al que nadie en todo caso no se ha votado para que en tales términos ejerzan sus funciones de representación ciudadana. Algo que nos devuelve a las sentinas del ideal roussoniano, a la pérdida de las libertades individuales en beneficio de la comunidad y a la sumisión al yo colectivo de la tribu con el hombre de vuelta al estado de naturaleza. ¡Viva el progreso!
Como consecuencia de la situación que vivimos, someramente descrita, nos descubrimos de repente como una sociedad dividida en la que se nos ofrece como incentivo (perverso) la necesidad de segregar a las personas (expulsión de la tribu) en base a la traición de unas supuestas esencias morales sobre los límites de la verdad admisible mediante las cuales se nos parte en dos como sociedad sin que nadie nos haya consultado sobre asunto tan trascendental. Todo cuanto nos llega es divisivo, promueve el enfrentamiento y olvida lo más esencial de nuestra existencia en comunidad que es una humanidad compartida que crea vínculos mucho más fuertes y sanos que las elucubraciones, mejor o peor intencionadas, de quienes nos quieren imponer una especie de religión civil fuera de la cual sólo cabe esperar el exilio interior, en el lado sombrío del muro.
Y puesto que no hay religión sin cruzada, la pagana que ahora funge convertida en poder político ha decidido hacer la guerra contra los infieles del bulo. La palabra que no significa otra cosa que una noticia falsa que se quiere percibida como verdadera, como si tal cosa fuera un hecho singular de nuestro tiempo sin precedente en el pasado. El uso de ese término y no otro tiene en sí mismo un papel esencial porque el lenguaje siempre trata de delimitar el campo de lo discutible. Así, bastará con llamar bulo a cualquier información molesta para desactivarla antes de conocer su grado de veracidad. Ricardo Corazón de León se ha introducido en tierra infiel desde donde el bulo se propaga para acabar con el patógeno de esa democracia bella donde los políticos pueden exhibir sin vergüenza sus debilidades humanas sin dejar de ser los pu…ñeteros amos. Soplar y sorber, el sueño de los regímenes demagogos en los que la autoridad se manifiesta contra el estado de cosas que gobierna. O cómo redondear el cuadrado.
Y todo ocurre tan rápidamente que el ritmo de los acontecimientos nos desborda en un proceso intencionadamente vertiginoso de destrucción de los valores que hace muy poco compartíamos para que no podamos percatarnos del camino de servidumbre por el que transitamos.