El PRECIO DE LOS VOTOS
Recuerdo cuando era estudiante en Granada que algunas mañanas al pasar por la Plaza Bib Rambla había un vendedor baratijas que imitaban al oro sin otro modesto afán de ganarse la vida dando gato por liebre. La liturgia era recurrente y la facundia comercial de aquel charlatán un espectáculo en sí misma. Empezaba ofreciendo una pulsera por mil pesetas, añadía una sortija por el mismo precio y finalmente por el importe inicial se obtenía además un reloj, todos de un dorado cautivador. No recuerdo que en alguna de las ocasiones vendiera nada y eso debió motivar que una ocasión tras la habitual progresión de una cosa a tres por el mismo precio, viendo que nadie compraba, se sacó un billete de mil pesetas del bolsillo y envolvió en él los tres objetos ofertados por las mismas mil pesetas. No logró comprador ni así, por lo que, desesperado, dijo: “Si es que no hay un duro”. Lo que ocurría es que nadie se fiaba un pelo ni con las mil pesetas que aseguraban el beneficio de la operación.
En estas vísperas electorales hay muchos motivos para acordarse de aquel hombre porque España se ha convertido en una enorme plaza pública donde lo que se oferta no es oro falso por un precio sino oro auténtico a cambio de nada. Un elemental conocimiento de la economía nos dice que eso no es posible y que todo cuanto se está prometiendo se pagará por sus propios destinatarios. Viene a la memoria aquella canción sobre el Rastro de Patxi Andion, que decía: “Y si quiere dinero se lo damos también, usted lo da primero y nosotros después”. Impuestos, deuda pública e inflación son los grandes animadores de todas estas recreaciones del mundo de Jauja que los políticos aseguran dar sin mencionar el detalle de dónde saldrá el dinero para cumplir todos esos compromisos. En caso de apuro se usará el comodín de los ricos, aunque ya sabemos que eso no es cierto tampoco, el sistema ya grava más al que más tiene, aunque sabemos también que ante sus contratiempos el intervencionismo suele doblar la apuesta.
Miles de pisos para vivir, avales para comprar viviendas, viajes en tren y dinero para consumir productos de ocio y hasta supermercados mucho más baratos, colonizan la conversación política para hacernos creer que hay un mundo perfecto al alcance de nuestro voto, lo extraño que no nos lo hayan propuesto antes. Dejando de lado cosas tan triviales como preguntar si alguien ha calculado con un mínimo rigor cuánto va costar tanta largueza presupuestaria y si va a quedar algo que prometer para las elecciones generales, es importante recordar que todos cada día pagamos impuestos al realizar cualquier actividad porque todo lleva una carga económica que impone el Estado y que mayores niveles de gasto no implican que mejoren las cosas si no hay unos planes debidamente estructurados donde se combinen el montante de la inversión y el cálculo de eficiencia óptima de la misma. Todo esto, claro, si nos tomamos en serio que se vaya a llevar a efecto todo ese carrusel de “regalos”.
Siendo tan simple dejar a la gente que maneje la mayor parte posible de sus ingresos y que tome sus propias decisiones económicas, la opción intervencionista nos convierte en deudores del poder político y por tanto sometidos a su control. Se crea así una relación de dependencia con el Estado y desde luego mucho menos libre que la establecida de modo voluntario entre individuos, algo por razones de pereza intelectual y acomodo político pocos se aplican en defender, porque es más fácil colocar mensajes electorales adornados con promesas materiales. Explicar que las subvenciones y ayudas que vayan más allá de resolver situaciones consideradas intolerables no son más que un espejismo de prosperidad, requiere una tarea pedagógica difícil e ingrata, pero necesaria. Si vamos al caso de los avales públicos para la compra de vivienda, algo que suena muy bien, lo que traerá es un incremento de precios porque se amplía el margen de riesgo moral del comprador para obtener la vivienda por al desplazar los efectos del incumplimiento a un tercero, y en el caso del vendedor porque ante el incremento de la demanda en un mercado de oferta inelástica, verá factible subir el precio al dotarse una disponibilidad de capital superior. Si hablamos de los alimentos, un mínimo conocimiento de cómo se forman los precios cuando se trata como es el caso de una cadena de producción larga, nos dice que los sucesivos recargos impositivos y costes operativos que van sobre los distintos componentes de la cadena (agricultor, ganadero, transportista, empaquetado, salarios…), lleva unos costes acumulados que el vendedor final no puede eludir y tiene que competir estrechando su margen porcentual de beneficios que sólo puede ser compensado con un alto volumen de ventas. Cualquier actividad económica imaginable ha sido llevada a cabo en régimen de gestión pública y está sobradamente demostrado que se alargan los tiempos de obtención del producto final, por el incremento de las cargas burocráticas y las trabas que se generan entre los distintos niveles administrativos, y los costes y resultados casi siempre están alejados para mal de las previsiones iniciales. Mientras que la libre competencia agiliza los procesos productivos por la necesidad de competir, la rivalidad entre operadores de carácter político los paraliza, la mayoría de las veces por incentivos perversos relacionados con las luchas por cuotas de poder.
“Nadie es perfecto”, dejó escrito y grabado para la gran pantalla el genial cineasta Billy Wilder. Es evidente que la libertad económica y de mercado no ofrecen resultados perfectos, pero desde luego infinitamente mejores que el modelo intervencionista al que se nos quiere conducir mediante la subasta del voto al mejor postor.
José María Sánchez Romera