El Imperio de los Cien Días terminó con la batalla de Waterloo y el mismo lugar se pretende que sea el punto de arranque del Segundo Imperio Progresista. Nadie se había enterado hasta ahora pero el progresismo salió de España metido en un maletero hace casi seis años. Superando a los hermanos Marx, “todo en usted me recuerda a usted” le decía Groucho a Margaret Dumont, los derrotados en las elecciones le dicen a Puigdemont que todo en él significa progresismo, aunque hasta la víspera habían dicho lo contrario. El peligro de una involución política que puede conducir a la España tenebrosa quedará conjurado gracias a la mayoría social de progreso que, fruto de una confusa melé de partidos, ha incorporado, sin tener ni que pedirlo, al grupo político de Carles Puigdemont, Junts. Y siguiendo ese razonamiento, las elecciones, cabe entender, que las ha ganado un partido del que no había papeleta en los colegios electorales llamado “mayoría social de progreso”. Pero, constructos aparte de la narrativa política que no deja de incrementar su desprecio por el votante, la cuestión presenta caracteres graves que es imposible ignorar y el que Puigdemont llegue a ser la clave de bóveda del próximo Gobierno, si ocurre, será la prueba de una deriva cuyos beneficios sólo pueden defenderse desde el sectarismo más obtuso.
El Sr. Bolaños, Ministro para las falacias, tiene la singular virtud de superarse a sí mismo en cada intervención, pese a la dificultad cada vez mayor de lograrlo, si bien en su descargo cabe pensar que se postula a medio plazo para algo en su partido y nada como exhibir radicalidad para ir recabando apoyos. En su contabilidad creativa de los asientos parlamentarios de que dispone inventa una pseudo mayoría, esa llamada de progreso, que sin más otorgará al candidato de su partido los apoyos necesarios para la investidura. El que eso pueda ocurrir no pasa de ser una abstracción respecto a la realidad política que se conformaría a partir de ese hecho. Tal realidad, y no la metarrealidad creada por el relato post electoral, es que ese camino a la investidura se irá asfaltado con cesiones políticas, económicas y simbólicas que van a afectar a la igualdad de todos los españoles ante la ley y en términos económicos. Proclamar que todo lo que se acuerde será dentro de la Constitución con partidos que quieren abolirla es igual que hablar de las ventajas vegetarianas con un tigre. Todo lo que pueda aceptar el secesionismo sólo puede ir contra la Constitución, la ingeniería legal que lo justifique será un fraude, y comportará el progresivo alejamiento de partes enteras del territorio donde lo peor no es que haya partidarios de la secesión, un asunto que es simple libertad de pensamiento, sino nacionalistas que no respetan los derechos fundamentales de quienes no piensan como ellos. La guerra contra el uso de la lengua española en todos los espacios oficiales donde gobiernan o frente a los símbolos en los que se ven representados muchos residentes en esas comunidades son prueba de ello. Ese patrioterismo nacionalista que asume el progresismo es una absoluta contradicción con los principios que proclama (igualdad, solidaridad, respeto por los derechos fundamentales…) y contrasta con ese reduccionismo a lucir la “banderita” que practica con el patriotismo español, como a nadie en sus cabales se le ocurriría decir que el socialismo es Stalin.
Después de inventarse un inexistente o, a lo más, políticamente irrelevante nacionalismo español, el progresismo liga su capacidad de gobierno al nacionalismo periférico como si respondieran a esencias distintas. La diferencia estriba en que el segundo existe y el primero no, pero como el segundo está dispuesto a dar apoyo a cambio de decisiones que vayan en pos de sus proyectos rupturistas, adquieren el estatus progresista del que carecen porque su naturaleza política es el nacionalismo. Pero no debemos equivocarnos y detenernos en lo puramente sentimental, eso a lo que llamamos España y que tantas cosas diferentes integra. España, aunque pueda alterarse su organización territorial, no va a desaparecer porque es un hecho político e histórico inderogable, tanto que ni con su independencia Cataluña ni el País Vasco habrán sido nada si no es como partes de España, son naciones de papel. La nación española constituye entre otras muchas cosas un depósito histórico material que se ha ido construyendo generación tras generación y que corre el peligro de ser desguazado en pactos políticos sin otro objetivo que el poder. Para ello nada como presentar a España como una madrastra cuando en realidad es la que garantiza un espacio compartido de ciudadanos libres e iguales.
Dice Hayek en su obra “Los fundamentos de la libertad” que la confusión entre el consentimiento el orden político vigente y la idea de libertad es una fuente habitual de confusiones y que no todo régimen aprobado por el pueblo es un régimen de libertad. Los pactos políticos en la democracia parlamentaria son legales, incluso cabría decir que, dentro de ese ámbito, legítimos. Pero eso no significa alcanzar mayores grados de libertad ni bienestar común, en este caso el nacionalismo hará valer sus condiciones particulares, ya se ve que el egoísmo no es cosa exclusiva de “neoliberales”, para acercarse a sus objetivos. Eso y no otra cosa es la investidura que se propone.
José María Sánchez Romera