Si algo no se le puede negar a los utilleros de Moncloa es imaginación y arrojo. Cuando todos pensábamos que lo que se debatía en estas elecciones era la gestión de estos casi cuatro años de Gobierno multipolar y centrífugo, nos hemos encontrado que la discusión se quiere centrar en el abstruso concepto de la verdad o, visto desde el otro lado, qué es la mentira. Es preciso reconocer que los “spin doctors” del Presidente se han superado una vez más y nos han puesto a discutir de filosofía cuando no hace ni dos meses era la oscilante cantidad de pisos que Pedro Sánchez ofertaba en cada aparición pública lo que animaba la campaña electoral. Naturalmente aceptar una discusión sobre lo obvio sólo puede perderla quien lo defiende desde el momento en que se aviene a entrar en una polémica artificial.
Pedro Sánchez ha defendido que él nunca ha mentido, sino que sus contradicciones han sido cambio de opinión. Un deudor que promete pagar a su acreedor un día determinado y no cumple, no miente según ese razonamiento, únicamente ha cambiado de opinión sobre la conveniencia de pagar. Para quien haya seguido sus explicaciones en las entrevistas concedidas a la pregunta de “por qué ha mentido tanto” ha tenido siempre la misma respuesta. Lo que nunca han quedado claros son los motivos de los cambios de opinión. Es aceptable la explicación de que las circunstancias pueden obligar a modificar algunos planes iniciales, lo que ya no resulta creíble es que hayan sido tantos, ni que los hechos que motivaron aquellas afirmaciones hayan sido sustituidos por otros que las hagan insostenibles. Por ejemplo, nada ha cambiado en BILDU y el hecho de excusarse por no haberla incluido en el Gobierno habla por sí mismo. Es evidente que ha pactado con quien dijo que nunca pactaría, no que no les iba a dar carteras ministeriales, cuya mención como hipótesis de apariencia imposible, nos asoma dramáticamente a la ventana de Overton. Para influir en la acción del Gobierno no hay que sentarse en la mesa del Consejo de Ministros, basta condicionar la tarea legislativa y prestar el respaldo necesario para convertir los decretos-leyes en la regla para eludir todos los controles institucionales que equilibran los poderes en una democracia.
Lo cierto es que el Presidente del Gobierno, fuera o no consciente, no hablaba de verdad, tampoco de mentira, lo que nos ofreció fue una versión bastante depurada de esa transmutación de la realidad llamada posverdad, identificada con aquello que yo quiero que sea verdad porque es lo que me conviene (Joan García del Muro, La verdad secuestrada). La verdad convertida en una cuestión interna identificada con el interés subjetivo de que una cosa sea cierta donde los hechos no tienen ningún papel determinante y son sustituidos por valoraciones, obviamente formadas a conveniencia. Es la ruptura de unos mínimos espacios de objetividad en la conversación pública con el fin de “tribalizar” a la sociedad en bloques irreconciliables para que sólo funcionen los sesgos de tal manera que todo sentido crítico, al menos en una parte de quienes reciben los mensajes, quede neutralizado. Esto en cierta medida constituye la miserable herencia dejada por el movimiento postmoderno que promocionó, con sorprendente éxito, la abrogación de la objetividad y su sustitución por una verborrea ininteligible y en todo caso insustancial donde el sujeto “crea” los hechos a partir de sus emociones (Imposturas intelectuales, Sokal y Bricmont, 1.997).
Sin embargo, lo que debiera ser el tema de nuestro tiempo, mucho más en tiempo electoral, no es si el Presidente del Gobierno considera que miente o cambia de opinión, quizá en este caso lo que llama la atención es el aspecto cuantitativo de los “cambios de opinión”, porque se da por sentado que en el mundo político mentiras, medias verdades y silencios forman parte del ecosistema. Lo que realmente nos debe interesar es si existe una alternativa que acabe con la utopía estatista que quiere hacernos creer que todos nuestros problemas serán resueltos por el Estado. El utopismo es pretender crear desde la nada, poner los deseos en el sitio correspondiente a la realidad, sin referencias de tiempo y lugar, porque lo cierto es que, yendo al caso, si pensamos en un tiempo y un lugar donde un estado con poderes ilimitados haya traído prosperidad y democracia no lo encontraremos, los ejemplos que se nos representen serán todo lo contrario. El Gobierno actual no es sino una manifestación casi extrema de una deriva generalizada en la que han ido cayendo las democracias liberales hasta confundirse al político con el Estado e investirlo de conocimientos privilegiados por el mero hecho de llegar al poder. Por tanto, no es cierto que el Estado sepa o determine con justicia cuánto vale el trabajo de cada persona, lo que debe contribuir o la corrección sobre lo que debemos pensar de los diferentes dilemas morales o sociales, tal atribución de conocimiento es la mayor de las mentiras. El estatismo, positivamente identificado con los servicios públicos, con sus múltiples y atávicas ineficiencias, es también deuda pública sin control democrático, burocracia, abuso del dictado masivo de normas, la imposición de los puntos de vista que interesan al poder y la multiplicación de las consecuencias negativas de las decisiones fallidas del gobierno. Si el poder determinante del estado se acepta como principio la democracia es una ficción. Derogar el estatismo, ese debe ser el gran objetivo de un cambio político radical que devuelva el poder al ciudadano. Cambiar un “ismo” por otro se llama gatopardismo.
José María Sánchez Romera