El último romance de Mariana Pineda / Tomás Hernández

Según iba leyendo el libro de Juan Carlos Friebe, “Mariana Pineda a muerte”, la imagen se volvía más clara y más cercana. Un día de feria, bullicio, altavoces con músicas y ofertas, olores de fritanga. En un rincón de la plaza, colgado de una cuerda, un cartelón rectangular representaba escenas de algún crimen famoso o de cercanías. De pie, un hombre viejo y mal vestido, señala con una vara seca las viñetas. Va cantando el crimen en unos versos ramplones, enfáticos y ripiosos. Sobre una mesa de madera viva, sin barniz ni color, unas hojas, azules, blancas, amarillas, con el romance que el hombre recitaba. Mi padre se llevó una de esas hojas a casa. Quizá fueran los primeros versos que leí en mi vida. “Literatura de cordel” llaman a esos romances, un subgénero literario, como la novela rosa o las del oeste americano.

Esa imagen recordaba mientras leía el poemario de Friebe. Había leído en alguna reseña la palabra romance y recordé a aquel viejo recitador. Porque eso es “Mariana Pineda a muerte”, un largo y hermosísimo romance de casi mil seiscientos versos. También se mencionaba la palabra romance como género literario. Una historia contada en verso. Y eso es este libro. Pero creo que hay una intención por desacralizar el tono mítico del romance, por hacerlo más caricatura que retrato, como aquellas escenas de colores estridentes del cartelón. Así me pareció en la primera imagen que abre el libro: “Apenas pisa Granada / Ramón Pedrosa y Andrade/ pisotea siete vidas, / sembrándola de cadáveres”. Las hipérboles coloquiales, pisotear vidas, sembrar de cadáveres, caricaturizan al personaje. Su vileza no merece el honor de lo épico. Y esa fue la primera impresión de “Mariana Pineda a muerte”. La transformación de un subgénero, la literatura de cordel, en una obra que pretende abarcar en el relato lo lírico y lo épico, lo teatral, la música, los cuadros.

Otro acierto grande me parece el tono elegido para los diálogos, los alegatos del juicio, los monólogos, expuestos como representación teatral. Se evita así la reiteración de una sola voz y hay en esas escenas algunos de los momentos del lirismo más puro y tan de Friebe. “Inferir que es una prueba / de cristal de porcelana / es querer un campanario / acerico de algaradas / que a difuntos llame a misa / con un dedal por campana”. La imagen del acerico, cojín donde clavar las agujas, de algaradas, o la metáfora, con un dedal por campana, son de ese lirismo cotidiano e invisible que hay en las cosas.

Teatral es también el monólogo de Mariana en el convento-cárcel, de las arrecogías. Se inicia con un alegato político contra un gobierno despótico y se cierra con este vendaval de emociones: “Temo, sufro, tiemblo, peno, / ruego y rabio, rezo y lloro”, donde la asonancia buscada, la repetición del sonido, se vuelve significativa. Porque es en el lenguaje, en la “osadía poética” a veces, donde más nos asombra la poesía de Friebe. Me ocurrió cuando leí por primera vez sus poemas sobre la devastación de la Segunda Guerra Mundial (“Poemas a quemarropa”), una catarata de imágenes donde la crueldad muestra su rostro más humano. La intensidad de “Mariana Pineda a muerte” es distinta. El lenguaje imita el proceso judicial, retruécanos, paronomasias, repeticiones fónicas que ironizan sobre la lógica y la justicia. “De conjuras conjuradas”, “motín frustrado de frunces”, “se encelaba en las celadas”, / se ensombrecía en sus sombras”. Y la rotundidad gráfica de algunas imágenes: “ Colmillos todos sus dientes, / toda cuchillos su boca”.

También, como requiere el lenguaje condensado de la poesía, Friebe concentra en pocas palabras procesos y sentimientos. Así, la crueldad de la muerte a garrote vil se presenta como “la huella de la argolla / en tres vértebras quebradas”, y el ataúd de Mariana, “urna de honor a una alondra / despierta a morir temprana”.

No quiero acabar estas impresiones sin mencionar y agradecer a Ana Morilla Palacios el epílogo que ilumina el libro, como luz en la mesa. Los cuadros de Ricardo García aportan la experiencia del pintor ante los poemas de Friebe, en ese intento de obra total donde se funde la música –“oratorio profano” se subtitula el libro-, la pintura y se intercalan los géneros literarios desde los romances de cordel a la épica, desde la representación teatral al lirismo secreto del monólogo.

Un placer leer estos romances trágicos y hermosos. Enhorabuena al autor por su valentía poética.

Tomás Hernández

 

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