Ícaro murió ahogado por no hacer caso a los consejos de su padre, Dédalo, volando cada vez más alto hasta que sus alas, construidas con cera, se derritieron por acercarse demasiado al sol. La mitología griega nos avisa contra la imprudencia, la arrogancia o el afán desmedido por llegar muy arriba.
Probablemente nadie pensaba en el año 2.014 que aquel grupo de jóvenes vinculados a la universidad llegaría en poco tiempo a obtener el voto de más de cinco millones de españoles y alcanzar responsabilidades en el Gobierno de la Nación. Es también lo más posible que nadie imaginara que tras alcanzar la cúpula del poder se produciría una caída tan estrepitosa en la irrelevancia política hasta el punto de vivir, y no sólo en lo político, entre la mendicidad y el aspaviento desesperado por unos cuantos puestos en las listas electorales. Hablamos del pasado y el presente de Podemos como es fácil adivinar en tanto que encarnación casi perfecta del mito de Ícaro: su cercanía al poder ha terminado derritiendo sus principios. Reducido en los últimos meses a una retórica agresiva y sobreactuada en sus máximos dirigentes*, un desastre añadido en términos de marketing, la percepción del valor de Podemos como el “partido de la gente” ha quedado reducido a la nada. Sin ceder al oportunismo de la profecía retrospectiva, pueden analizarse los porqués de esa “caída al mar” en base a una serie de motivos que explican cómo se ha llegado a la situación actual.
Por YouTube circula el vídeo de un debate que se celebró en la televisión pública gallega en 2.016 y en la que entre otros participaron Miguel Anxo Bastos y Juan Carlos Monedero, ambos profesores de ciencias políticas. Bastos le anticipó a Monedero que Podemos acabaría viéndose afectado por dos males inevitables: la ley de hierro de las oligarquías por la que un pequeño grupo acaba siendo el que maneja la organización y que la revolución termina devorando a sus hijos. Monedero negó que eso fuera a ocurrir en Podemos por las limitaciones estatutarias sobre número de mandatos y salarios que no tardaron en verse desmentidas por los hechos al producirse la rápida “bunkerización” de los cargos y la supresión de los límites a los emolumentos que podían percibir los dirigentes. Tras ello vinieron las purgas y la caída sucesiva de las cabezas políticas fundamentales en el nacimiento de Podemos cuando discrepaban con Pablo Iglesias. Esas bajas nunca fueron reemplazadas en sentido propio, sino que se cooptó a personas que aseguraran el asentimiento sin oposición posible a las decisiones del líder. Como en la revuelta contra Robespierre, se dio lugar a un grupo tan extenso de purgados que ha permitido revertir el proceso hasta el exterminio de quienes los depuraron antes. El profesor Bastos acertó plenamente.
Pablo Iglesias tiene una fuerte capacidad de liderazgo, pero se equivocó al no medir debidamente el nivel de sometimiento a su voluntad que trató de imponer, cautela sin la cual el liderazgo es incompleto. Pero lo cierto es que al principio su perspicacia para conectar con una parte de la sociedad moral y materialmente devastada por la crisis económica le permitió armar un gran movimiento político que tenía como referentes las democracias nórdicas (compatible con el escrache) cuya prosperidad se alcanzaría mediante la equiparación en exigencias fiscales a los sectores económicos más pudientes. De esa forma el Estado tendría medios para revertir la situación de los golpeados por la crisis a costa de la “casta” de privilegiados. El mensaje caló muy fuerte en los electores traducido en decenas de diputados en el Congreso.
¿Cómo puede entenderse el colapso sufrido por la organización en un tiempo casi récord? Pueden darse varios motivos, no serán todos, pero sí los suficientes como para comprender lo que ha ocurrido. Es obvia la admiración de Iglesias por Lenin, férreo con sus adversarios y poco dado ceder en sus posiciones hasta la ruptura si es preciso, pero los referentes históricos no deben llevar al olvido de lo que uno es en realidad ni el tiempo en el que vive so pena de acabar persiguiendo un fantasma. El sistema de purgas impuesto en la dirección del partido no funciona en una democracia donde el disidente no pasa al ostracismo si no lo acepta voluntariamente. Si a esa diáspora obligada se une la tradicional dispersión de la izquierda radical el daño se acentúa. Entre la paradoja y la incoherencia, una ideología que considera esenciales la solidaridad y el valor lo colectivo, vive entre depuraciones, defecciones y escisiones una atomización que les lleva a una lucha perpetua por posiciones de poder que no pueden ocultar bajo la filfa teórica con la que tratan de encubrir los motivos reales de las grescas que mantienen.
De tomar el cielo por asalto (quizás fantaseando con algo parecido a la toma del Palacio de Invierno) Pablo Iglesias quiso hacerlo por consenso entrando en el Gobierno. Su sorpresa fue que el Kérenski que creyó ver en Pedro Sánchez no respondió a sus planes, encontrándose frente a alguien con tanto instinto de poder como él que sólo le daba el espacio que le convenía y desde luego no para que el propio Iglesias acabara asumiendo el poder. Cansado de no ir más allá de alguna declaración institucional en su revolución por arriba, que se perdía en la intrascendencia de los telediarios, decidió, ¿emulando al Ché?, irse a la selva de las elecciones madrileñas dispuesto a hacer triunfar su revolución trocando el pragmatismo por un furor intervencionista y justiciero que vistos en el que, vistos los resultados, pocos creen. Con la derrota se certificó otra ley de hierro: en política la lealtad es una flor de vida breve en la que el sucesor (a) tiene ya afilado el cuchillo de la traición antes de terminar el discurso de agradecimiento.
*En un mitin del atolondrado candidato a la Alcaldía de Madrid pudo verse a Isa Serra reírse a carcajadas oyendo la retahíla de despropósitos que Roberto Sotomayor iba soltando en su discurso, que resultarían excesivos hasta para los seguidores más exaltados.
José María Sánchez Romera