Esa fatal arrogancia / José María Sánchez Romera

El pensador Friedrich Hayek escribió su último libro en 1.988 al que llamó “La fatal arrogancia (Los errores del socialismo)”. Entre sus muchas reflexiones dejó esta: “…esa fatal arrogancia que pretende que el hombre puede moldear a su gusto la realidad circundante”. En la página una frase que también merece ser transcrita por su actualidad (en referencia a otras aguas que en definitiva proceden del mismo manantial): “…las obras de arte… (que, como es sabido, tantas veces son las víctimas preferidas del furor destructivo del reformismo ideológico o utópico…”)*. Medios y fines mezclados hasta no poder diferenciarse, justificados por razones que en la inmensa mayoría de las veces solo son evidentes para ese peculiar tipo de creyentes.

El armazón del constructivismo social es como una trampa para ratones, se compone de queso (la retórica) y cepo (las leyes y valores morales con los que tratan de moldear la sociedad conforme a teorías artificiosamente estructuradas). Rara vez esas ideas aplicadas responden a los fines anunciados y más raro aún es que alcancen los resultados apetecidos y pese a lo repetitivo de esa experiencia el empeño se mantiene.

La mayoría parlamentaria formada para sostener el Gobierno ha acelerado su labor legislativa en estos últimos meses como si no hubiera un mañana. Recurriendo a todos los atajos legales posibles se han ido aprobando normas con escaso debate, maliciosa técnica de elaboración y con voluntad de dejar impronta política antes que buscar resolver las cuestiones que han ido regulando o pretendido hacerlo. Respondiendo al esquema del párrafo anterior y como si solo existiera el país que imaginan, toda la legislación ha ido impregnada de su ideología para comprimirlo todo en el estrecho marco mental de sus prejuicios. Educación, historia, sexualidad, economía, nada ha escapado a la compulsión reguladora del Gobierno y sus apoyos parlamentarios. Ignorar el mundo real en el ejercicio del poder es jugar con un material inestable donde lo más fácil es que te estalle en las manos. La primera deflagración ya ha tenido lugar.

La llamada ley del “sí es sí” es fiel manifestación de lo anteriormente descrito. Admitiendo como bienintencionada la iniciativa de la reforma, el desastre de su aplicación demuestra que no se debe querer llevar lemas de pancarta (“hermana yo sí te creo”) al B.O.E. Pasando también por alto las destempladas justificaciones dadas por la Ministra de Igualdad y su séquito de cargos atacando de manera demagógica a cuantos, al menos con la misma buena fe que a ellas se les quiera suponer, han criticado la ley y sus efectos, es importante resaltar que los males no vienen tanto de la poca solvencia en la elaboración técnica, como en su intención original. Porque no siendo necesario reformar la normativa anterior, desde una agitación social alentada políticamente, lo que se buscó fue convertir toda denuncia contra la libertad sexual en una prueba cargo hasta el punto de imponer al acusado la necesidad de demostrar su inocencia para escapar de la condena. Algo así solo hubiera servido para encarcelar inocentes, no para evitar los delitos. Como quiera que aquello iba contra el principio constitucional de presunción de inocencia, la Ley se convirtió en un complicado artefacto jurídico donde se olvidó que lo fundamental era garantizar que los delincuentes sexuales, anteriores o posteriores a la ley, estuvieran a buen recaudo el mayor tiempo posible.

Esta semana frente al peso de las evidencias, la Ministra de Igualdad ha reaccionado como es sólito en su hábitat ideológico: acusando de machistas a los jueces (eludiendo en este caso el uso del lenguaje inclusivo). Y la solución propuesta, la normal también en el mundo intervencionista: elevar el nivel de intervención exigiendo a los jueces que se sometan a su particular visión antropológica mediante un proceso de reeducación con perspectiva de género tutelado por el Gobierno. Lo que sería tanto como eliminar la independencia judicial y conseguir a la vez por otra vía hacer realidad el plan originario, anular de facto la presunción de inocencia y condicionar así las sentencias a base de sesgos preestablecidos en los que la condición de víctima y victimario vendrían determinados en función del sexo biológico de los intervinientes en el proceso (lo que se contradice con la autopercepción de género que propugna la Ministra en otra polémica ley).

No obstante, y aunque la Sra. Montero sea culpable por su intransigencia (¿quién la aconseja?) y arrogancia ideológica, es injusto atribuirle toda la responsabilidad. Es cierto que su iniciativa ha provocado este grave problema, pero si el resto de miembros del Gobierno y diputados y senadores que votaron a favor la Ley, pidiendo su dimisión sin presentar por coherencia también la suya, en vez de lanzar soflamas partidistas en el trámite parlamentario, hubieran cumplido con su verdadera función de legisladores, el resultado habría sido distinto. Y si algunos sectores mediáticos y sociales en vez de subirse a la ola populista del “solo sí es sí”, los mismos que promueven los linchamientos públicos sin esperar a que el estado de derecho hable por sus cauces institucionales, hubieran patrocinado un debate público, democrático y abierto a las diferentes opiniones, nadie habría podido decir ahora que ignoraba lo que iba a ocurrir.

José María Sánchez Romera

 

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