Para quien no esté completamente enajenado a causa de la turra intervencionista que envenena las mentes, habrá reparado estos días que el paraíso neoliberal que denuncian quienes propugnan un mayor control del Estado no es más que un bulo (ningún significante más apropiado para estos tiempos). Por ejemplo, el Sr. Ministro de Cultura, Urtasun, ha decidido que va a ir poniendo fin a la fiesta de los toros sin que al parecer le valga el argumento de que a quien no le guste que no vaya. El mismo razonamiento que se emplea, este sí con éxito entre la grey intervencionista, para concebir el aborto como un derecho puesto que al fin y al cabo sólo aborta la mujer que quiere. El toro sufre y muere, cierto, y el feto también. En esa distinción entre lo biológicamente indistinguible, sin abordar las cuestiones de orden ético y moral, es donde se pone de manifiesto el carácter indefectiblemente autoritario del intervencionismo ya que sólo así puede hacerse pasar como coherente lo contradictorio, para validar ideológicamente lo que es negado por la ciencia, ocultando el establecimiento de jerarquías de valores arbitrarias como cruda expresión del poder que las imponen.
Para comprender y situarnos en torno al estado real del liberalismo como sistema cuya tiránica influencia se denuncia por una gran parte de la izquierda vamos a recurrir a un clásico que no puede provocar ninguna clase de sospecha: El Manifiesto Comunista. Mediante el mismo y de forma breve vamos a testar cual es nuestro nivel de secuestro por las doctrinas económicas libertarias y a través de su contenido establecer en qué medida está la sociedad sometida a esa entidad antropomorfa llamada capital. Reproducimos textualmente parte del Capítulo II del planfleto redactado por Marx y Engels: Expropiación de la propiedad inmueble y aplicación de la renta del suelo a los gastos públicos, fuerte impuesto progresivo, abolición del derecho de herencia, centralización del crédito en el Estado por medio de un Banco nacional con capital del Estado y régimen de monopolio, nacionalización de los transportes, multiplicación de las fábricas nacionales y de los medios de producción, roturación y mejora de terrenos con arreglo a un plan colectivo, proclamación del deber general de trabajar (ahora poco) y educación pública y gratuita de todos los niños. No será posible sin recurrir nuevamente al bulo negar que prácticamente todo cuando se reclamaba en el texto seminal del comunismo, en su etapa intermedia, está normalizado en todo occidente que purga con esas severas penitencias cualquier desliz neoliberal que pueda tener y a duras penas las acusaciones de insensibilidad social. El Manifiesto Comunista nos da nuestro punto de localización en el proceso de evolución histórica sin que, además, contra lo previsto en el texto, haya sido necesario de ningún proceso revolucionario. Ha bastado con que se nos haya hecho creer que estábamos en otro sitio del que realmente ya ocupamos, lo que no es incompatible con la pervivencia de espacios de libertad que serán objeto de achique tan pronto una “mayoría social”, léase política, lo demande en función de sus necesidades de poder.
Clara muestra de lo anterior lo hemos tenido con la irrupción en la anodina campaña de las legislativas catalanas, cuanto más imprevisibles más anodinas, de la OPA hostil lanzada por el BBVA contra el Banco de Sabadell. Una opinión convencional sobre el sistema económico vigente en la Unión Europea una zona inspirado en teoría por la libertad de empresa nos diría que se trata de una operación que afecta a dos entidades privadas que deberían resolver su controversia en base al principio de oferta y demanda. Si los accionistas del banco “opado” consideran que la oferta beneficia el valor de sus acciones actuales por las del banco que propone su canje, acudirán a su propuesta, en caso contrario conservarán sus actuales posiciones de mercado y fracasará la operación. Eso ocurriría en el mundo en el que los intervencionistas dicen que vivimos, el problema es que ese mundo dejó de existir hace mucho tiempo. A medida que han ido transcurriendo los días se ha pasado de contemplar el movimiento de concentración bancaria como (políticamente) deseable a convertirse en una grave amenaza para la sociedad que por supuesto el poder del Estado tiene medios para interferir haciendo que descarrile. Organismos para interceptar el intento sobran y la lista es tan larga que aburre, baste con señalar que en todo caso y en última instancia, aunque el Gobierno no pueda impedir la compra de los títulos, sí la fusión de las entidades, con lo que los objetivos finales de la OPA quedarían en gran medida frustrados y seguramente haría desistir a sus promotores que ya andarán buscando el plácet gubernamental y la decisión no será, consecuentemente, económica sino política. Las justificaciones para una cosa y la contraria contarán con el comodín en forma de adjetivo que se prodiga para las ocasiones: justicia social, interés social, utilidad social, etc. Lo que en definitiva significa que tenemos un capitalismo tan salvaje como los animales del zoo cuya libertad es la que le otorga quien diseña la jaula.
Por eso nada hay más absurdo, por contradictorio, que aceptar que el paulatino incremento del poder de las élites dirigentes es la garantía de nuestra libertad, sin darnos cuenta de que en su jerga han suprimido la palabra, sustituida por el sintagma “ampliación de derechos”, una versión adaptada de “truco o trato”.