Javier Bardem ha pasado por San Sebastián, porque quienes llegan al nivel de prestigio que él ha alcanzado no van a los sitios, pasan por ellos, una fugacidad que tiene que ver con el valor del tiempo que dedican a las cosas y que se traduce en una monetización acelerada que se refleja en sus cuentas corrientes, esa pesada servidumbre a la que los condena la economía de libre mercado. Se da la paradoja de ser la industria del cine uno de los mayores referentes del mundo capitalista y que a la vez no sea eso óbice para dedicarle al capitalismo una feroz propaganda en muchas de las tramas, una rareza que se extiende a todos sus estamentos, sin excluir a los productores, se comprende que siempre que no se afecte la cuenta de resultados. Bardem ha ganado peso fuera de escena por una brillante trayectoria como actor de innegable talento, sea innato o producto del trabajo y la constancia, que a tales efectos es indiferente. De lo más reciente es muy destacable su interpretación de un empresario en la película de León de Aranoa “El buen patrón”. La prosodia que emplea el personaje en su expresión verbal, con ese peculiar arrastre al pronunciar las eses, es realmente notable por la credibilidad que aporta a la imagen taimada que se quiere dar del protagonista, sin que sus previsibles tópicos ni su caótico final resten cierto interés al filme, que ofrece una visión alternativa al mensaje primario de la película: lo difícil que es dirigir una empresa. Mejor aún es su papel de asesino en la película de los hermanos Cohen, “No es país para viejos”. El actor español, por su proyección internacional, es un nuevo Fernando Rey en la versión posmoderna inspirada en el activismo de la mayoría de los actores de Hollywood.
Pero lo fugaz no tiene por qué estar supeditado a la levedad y Bardem en la rueda de prensa que dio con motivo del premio que el Festival donostiarra le otorgaba quiso dejar huella en forma de mensajes políticos (que tampoco constituyeron ninguna sorpresa). Lo más destacable fueron sus críticas al Gobierno israelí por su campaña en Gaza, al que definió como el más radical de la historia; su creencia de que la “extrema derecha” (referencia canónica a la hora de fijar posición progresista) se equivoca al utilizar como arma arrojadiza la inmigración cuando lo que la provoca es el cambio climático y, finalmente, que él aprende de los que realmente producen cambios, los políticos, se entiende. Confesó que había tomado bando porque no le cabía otra opción, no puede decirse que llegara a la exageración sectaria pero sí a la sobreactuación cuando dijo que la situación de Gaza le impedía celebrar el premio. Como uno de los privilegios de lo woke y sus aledaños es el de la incoherencia no hizo referencia alguna a la agresión de Rusia a Ucrania y sus bombardeos contra la población civil, que no dijera qué tenía que haber hecho Israel tras el pogromo al que fue sometido por Hamás el pasado 7 de octubre ni hizo referencia a los judíos secuestrados y asesinados, como no hizo alusión alguna a la situación de Venezuela, una crisis humanitaria y una deriva tiránica a la que nuestro Gobierno ha añadido tintes de culebrón poco presentable debido al confuso papel jugado por la embajada española en el exilio Edmundo González, ganador de las elecciones. Lo del cambio climático en relación con los movimientos migratorios no responde exactamente a lo que los inmigrantes suelen manifestar como razón para dejar sus países de origen, pero esto, como todo lo anterior, son opiniones y omisiones acordes con lo que de él cabe esperar.
Bardem no sólo no ignora que sus palabras siempre van a provocar reacciones encontradas, sino que es fácil colegir que busca provocarlas para que la polémica cohesione con él a su “bando”, especialmente el que otorga unas subvenciones sin las cuales la mayoría de las producciones españolas serían inviables de tener como única fuente de ingresos la venta de entradas. La importancia del cine es la que ese gremio se da a sí mismo, que los políticos respaldan, lo que lleva razonablemente a cuestionarse los motivos por los cuales ese mundillo de la interpretación cree necesario terciar con efectos polarizadores en el debate social y político ante la evidencia de una falta de interés de la gente por sus producciones, un terreno, además, donde sus capacidades apenas pueden aportar elementos de valor. Y puesto que no pasan de usar los tópicos ideológicos más habituales de la llamada corrección política, o bien piensan que su fama ayuda a una mayor difusión o es que llegan a interiorizar tanto algunos de los personajes que interpretan que los proyectan como suyos más allá de la pantalla. Unas expansiones justicieras de nulo coste que permiten esa “doble vida” entre lo cotidiano y el compromiso social, formando parte del márquetin comercial que promociona la carrera de los intérpretes. El hecho es que una mejor percepción de lo injusto no viene dada por la profesión de actor, de ahí que extrañe esa insistencia en considerarse unos moralizadores sociales que se otorgan a sí mismos una gran relevancia para la opinión pública.
Una faceta no menos interesante de las reacciones que han suscitado las palabras de Javier Bardem ha sido la de sus defensores que, usando las opiniones más extremistas y descerebradas que encuentran en las zahúrdas de las redes sociales, las convierten en el paradigma de las críticas que puedan recibir el trabajo o las ideas del actor. A partir de ahí construye un discurso que desafía por contradictorio la lógica de las críticas a los críticos del actor a los que replican cubriéndolos de improperios. A lo anterior se añade la supuesta envidia que sienten los detractores de Bardem, en curiosa coincidencia con las quejas de quienes por tener éxito económico en la vida se les hace culpables de la desigualdad. Se demuestra así que la única utilidad que tiene el radicalismo es llenar el vacío que presupone la ignorancia.
No debe ser polémico en sí mismo que Javier Bardem diga lo que piensa, incluso sin que nadie se lo inquiera o no sea original lo que diga. Como que se declare partidario “de quienes producen cambios”, quizás pensaba en Nicolás Maduro quien, recordando a los viejos jacobinos, ha decidido manejar a su antojo el calendario para que este año en octubre sea Navidad, una decisión de calado que seguro sacará más pronto que tarde a Venezuela de sus penurias.