Juego de patriotas / José María Sánchez Romera

¿Debe el Estado socializar las pérdidas de una empresa privada como consecuencia de una iniciativa que fracasa en el mercado? ¿Es deudora la sociedad en su conjunto de una quiebra causada por no adquirir una mercancía puesta a la venta? Supongamos que un empresario dice que su idea empresarial era muy brillante pero que el conjunto de los consumidores no ha sabido valorarla debidamente, razón por la cual la sociedad incapaz de reconocer ese valor debería indemnizarlo. Una respuesta afirmativa a esas cuestiones suscitaría a buen seguro un notable escándalo. Sin embargo, vemos con total naturalidad que es Estado socialice de forma ilimitada toda renta o incremento de valor que las personas crean a través de su trabajo, su inventiva o impulso empresarial. Podría oponerse que el Estado a veces socializa pérdidas, pero, aceptando que pueda haber excepciones, esto ocurre casi siempre como consecuencia de políticas intervencionistas que obligan, casi por coherencia, al rescate por parte del sector público. Un ejemplo lo fueron las cajas de ahorro que pasaron a ser dirigidas por el poder político y acabaron en la insolvencia, debiendo ser saneadas en sus pasivos a fin de evitar la ruina de millones de impositores, pero esas acciones públicas no pueden asimilarse a la contraprestación que recibe una empresa por una obra cuyo promotor es el Estado. En la concesión de subvenciones y ayudas rige el principio por el que la decisión del Estado de otorgar los recursos previamente socializados a determinados sectores y personas, y no a otros, obedece a la finalidad de impulsar unas determinadas políticas convenientes para el poder.

El sustrato de esa idea en función de la cual los beneficios de las empresas se socializan y las pérdidas son un asunto privado tiene su origen en la asunción de una muy antigua idea que asocia el éxito económico con alguna clase de injusticia. No se ve como algo natural el que algunas personas estén más dotadas para triunfar en el mercado como sí que haya gente más simpática que otra, más fuerte que otra o más habilidosa para el deporte, incluso cuando en este último caso ello sea causa de cifras de ingresos astronómicas sin provocar escándalo. Si se piensa bien no hay una razón lógica para esa discriminación. La sospecha de una total o parcial inmoralidad en el beneficio correlativo a la actividad económica es antigua, pero hasta Marx eran componentes éticos los que daban cuerpo a la sospecha. Es Karl Marx el que reformulando conceptos de otros pensadores (Rodbertus, Fuerbach, Ricardo, Hegel…) ordena “científicamente” la teoría con la que demostrar que el beneficio empresarial es producto de la explotación del obrero por el capitalista. Se inspira en David Ricardo, y en éste Rodbertus al que Marx recurre, de su concepto del valor de las mercancías para demostrar que, si el valor de éstas es el trabajo necesario para producirlas, es obligado admitir que el empresario al obtener el beneficio de ese trabajo se queda con la plusvalía generada por el trabajador (ingresos menos costes de producción de los que resulta el beneficio). De esta concepción podrían criticarse muchos errores, pero baste con señalar que eso sólo sería posible si el valor de mercado estuviera dado previamente, pero esto no es cierto, nadie sabe lo que los consumidores pagarán finalmente por las mercancías, ni siquiera si las adquirirán. El empresario hace un cálculo en el que intervienen tantos factores cuya común incertidumbre determina que en innumerables ocasiones acabe teniendo pérdidas, aunque haya pagado previamente unos salarios laborales cuya eficacia, dado el caso y a efectos de mercado, haya tenido menor valor que el capital invertido. Pero es justo pagar los salarios acordados porque el desvalor mercantil de esa fuerza de trabajo aplicada a los medios de producción siguiendo las instrucciones de quien contrata no es responsabilidad del trabajador sino del empresario que ha pretendido comercializar un producto que no se vende o en una cantidad insuficiente para ser rentable.

La anterior que es de una evidencia poco cuestionable, pese a lo cual, desde algunas posiciones políticas, y no solo desde la izquierda, se hace más asequible de la idea de que unos se enriquecen a costa de otros por lo cual detrás de todo beneficio nacido del emprendimiento hay una injusticia (de ahí esas vagas nociones tan exitosas justicia social o justicia fiscal imposibles en última instancia de definir). Esa percepción casi intuitiva para millones de personas que no son actores en el mercado facilita la difusión de la sospecha de que, tras todo caso de éxito económico, incluso modesto, se ocultan acciones turbias que sin llegar a ser ilegales son prejuzgadas como éticamente cuestionables. Muchos intelectuales abonan esta visión, tan pagados de sus conocimientos abstractos como disconformes con su escasa valoración social en términos económicos, que ignoran en la mayoría de los casos la realidad del funcionamiento del mercado; la consideración de los riesgos que afronta quien tiene que competir por satisfacer mejor la demanda del público y olvidan algo tan elemental como el hecho de que si es tan fácil enriquecerse no hay más que dedicarse a ello.

Es cierto que el capitalismo no es fácil de entender y eso permite crear alrededor del término un fantasmagórico repertorio de lugares comunes en la seguridad, confirmada por la experiencia, de que serán asimilados de inmediato por una proporción notoria de personas. No es fácil de entender la renuncia a consumir lo que se genera a través del esfuerzo con el fin de vivir mejor de forma inmediata postergando esa inclinación natural a cambio de acumular el producto de ese trabajo para volver a reinvertirlo a fin de generar más valor. Por eso es tan factible que desde la privilegiada posición mediática de cualquier gobierno se pueda someter a la picota pública a una empresa que como FERROVIAL ha decidido en el uso de su libertad empresarial y de las leyes europeas el traslado de la sede central a Holanda. En este caso particular, a las conjeturas ya previamente instaladas en esa creencia sobre la injusticia del reparto de la riqueza, la ingeniería política ha generado un nuevo sujeto al que relacionar transustanciado con los valores patrióticos: el capital. Es llamativo que un Gobierno que previamente ha renegado de todo lo patriótico ya que según su discurso es una cualidad impostada (eso referido a España como nación, sin que esa renuncia afecte a otras subidentidades nacionales por las que se manifiesta con total deferencia), lo haya reformulado de tal manera que patriotas ya no serían los individuos. Traído del imaginativo deconstruccionismo que remite los significantes a la pura subjetividad, ha resignificado el dinero como sujeto alternativo al individuo en tanto que portador de los valores nacionales que se identifican con el patriotismo. Los idolatrados principios de una Unión Europea que amparan la libre circulación de capitales deben ceder frente a esa revolucionaria aleación de patria y capital, sustituyendo aquella trinidad (Una, Grande y Libre) que en otro tiempo conformó la identidad española. Los nostálgicos habrán encontrado, ¡al fin!, el sosiego.

José María Sánchez Romera

 

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