La reacción de una parte de la izquierda global a los ataques de Hamás sobre población civil ha suscitado reacciones de condena desde muy diversos ámbitos. La justificación encubierta de los crímenes por las acciones previas de los israelitas o las por venir, calificadas ya antes de ocurrir como genocidio, han dejado un reguero de estupefacción en todo el mundo. Lógicamente cualquier abuso o exceso, lo haga quien lo haga, debe causar un rechazo frontal e incondicionado, pero no pueden ignorarse unos hechos superpuestos sobre otros que incluso no han sucedido apoyados en juicios de intenciones. No es pedir demasiado esperar a que las cosas ocurran antes de realizar declaraciones de condena. Acogidos a unos prejuicios ideológicos que fija la moralidad de los actos en función de quien los ejecuta, esa izquierda ha olvidado el ejemplo de los viejos partidos comunistas y de muchos intelectuales que estuvieron defendiendo el sistema soviético hasta que la rotundidad de la evidencia les llevó a reconocer que era un régimen de opresión de las libertades y creador además de unos bajísimos niveles de bienestar de la población pese a ser lo contrario de su aspiración fundamental. En todo caso esos olvidados partidos quisieron que fuera igual ser comunista en un país libre como no serlo en un país gobernado por comunistas. Eran también gente dispuesta a no cuestionar una mínima materialidad o un espacio compartido de objetividad por mucho que éstos confrontaran con sus ideas. Fue bonito mientras duró y tuvo su abrupto final con llegada del socialismo del siglo XXI en coincidencia con el germinar de la cizaña posmoderna.
Pero yendo más allá de lo anterior, lo que se percibe como mal generalizado es una profunda crisis de las élites políticas, añadida para mayor desgracia a la de intelectuales, medios de comunicación y empresas, estas últimas con crecientes tendencias estatistas en la ingenua esperanza de asegurar así su supervivencia. Lejos de promoverse un poder neutral donde la igualdad de todos frente a la ley garantice la democracia y las libertades, la mediocridad reinante genera gobiernos intervencionistas cuyas acciones responden a prácticas discriminatorias en el diseño de sus objetivos políticos. Cierto es que las tendencias marcadas por el intervencionismo de izquierdas tienen mucha mejor opinión publicada que las de derechas, por utilizar una terminología convencional, a su vez falazmente confundidas con el liberalismo clásico al que se asimila con igual frivolidad con otras ideologías extremistas o grupos totalitarios. Esa parte de la izquierda luce actualmente su más depurada versión del “grouchomarxismo”, donde la intercambiabilidad de los principios se ha visto simplificada por la directa abolición de todos ellos (todo es más fácil si no hay que someterse a nada). Esa caracterización se completa con su persistente resistencia al principio científico de prueba-error, muy pertinente para el análisis social, implicando que a mayor frustración causada por las medidas intervencionistas más se insiste en reproducirlas. Quizás sería por eso que Levi-Strauss dijo en 1.975 que la ciencia había pasado de moda y que las últimas semanas de mayo del ´68 sugerían un rechazo de la objetividad. De hecho, a eso se ha llegado con la fórmula política del relato con el que se aspira a dominar los estados de conciencia social y manipular con ello la percepción del mundo y de los acontecimientos.
Todo lo anterior lleva a una gestión populista de la economía, donde la ficción de la liquidez monetaria como herramienta de prosperidad lo corrompe y arruina todo, y de muchos asuntos públicos cuya resolución no se basa en encontrar la mejor respuesta posible a los problemas, la experiencia histórica da para mucho, sino en fabricar supuestas preferencias ciudadanas, previamente inducidas, para, en base a las mismas, confeccionar los mensajes que la gente debe querer escuchar porque de esa forma debe ver colmadas sus expectativas en cuanto que es lo que espera de la acción del Estado. De esa forma quedan las decisiones del poder por más desviadas que sean de lo prometido quedan aureoladas con un aval democrático que es pura ficción. Se falsean adhesiones ideológicas que responden a tendencias sociales nunca sometidas a escrutinio electoral en lo que constituye una transgresión de la democracia representativa atribuyendo a sus resultados unos sesgos absolutamente arbitrarios. La verdad y el pragmatismo en su mejor sentido quedan anulados mediante el fomento de la división social en bloques sin puntos posibles de encuentro, un reconocimiento velado de la incapacidad de una mayoría de dirigentes para mejorar la vida de la sociedad en su conjunto.
Y es que a medida que se ha ido produciendo el reemplazo de las élites dirigentes su nivel ha ido descendiendo sin freno. Los excesos de una burocracia cada vez mayor donde la cooptación se ha impuesto a los cauces democráticos de provisión de puestos de responsabilidad, está dejando ver todas sus carencias con el paso de los años. No vivimos una crisis constituyente, nadie piensa en eso, sino una crisis política generada por el mecanismo de sucesión en los estamentos que dirigen los destinos de la sociedad. El razonable ajuste que el Estado venía realizando en otro tiempo de la vida comunitaria se ha confundido en la actualidad con un ordenancismo tan autoritario como ridículo dictado por gente que piensa que el conocimiento perfecto sobre cualquier materia se obtiene por alguna suerte de ósmosis asociada al cargo. Con ver el nivel de los dirigentes del llamado mundo libre a cuya cabeza se encuentra alguien que olvida dónde está y que saluda a seres imaginarios, nos podemos hacer una idea de la profundidad del precipicio al que nos asomamos y el ánimo que eso infunde a los enemigos de la libertad a dar el último empujón.
José María Sánchez Romera