Esta semana el candidato del Partido Popular a la Presidencia del Gobierno, Alberto Núñez Feijoó, anunció entre otras muchas propuestas de rectificación de legislado en los cinco años de Gobierno de Pedro Sánchez, la supresión del Ministerio de Igualdad. Este anuncio motivó muchas reacciones críticas anunciando retrocesos en la lucha por la igualdad de las mujeres. Curiosamente justificaban mantener la cartera en base al empeoramiento de la situación de las mujeres cuando cualquiera pensaría que la razón de mantenerlo deberían ser las mejoras constatadas. Lo cierto es que el nombre de Ministerio no responde a la finalidad de remediar cualquier desigualdad como haría pensar su genérica denominación, sino desigualdades determinadas y como la teoría es que la desigualdad es una cuestión estructural y no legal, hay que hacer políticas contrarias a esas estructuras, lo que lleva incluso a justificar que un Ministerio de Igualdad promueva la desigualdad. Quizá se entienda mejor recurriendo a las declaraciones de una oncóloga, con rango de jefa de servicio de un importantísimo hospital público, que se declaraba todavía insatisfecha porque, aunque el 80% de las estudiantes de medicina fueran mujeres, “no hay líderes en la proporción que toca”. Lo del liderazgo y las proporciones “que toca” merece un análisis aparte, pero en lo que aquí interesa quedémonos con la “estructural” insatisfacción de esta médica pese al porcentaje de mujeres que reconoce que hay en las facultades de medicina, cuya abrumadora mayoría no logra mitigar. Esto demuestra que no estamos ante un problema de números, ni de equilibrios…ni de igualdad, se trata de una cuestión de orden estrictamente ideológico que se basa en la necesidad de un cambio histórico que acabe con siglos de dominación masculina para entrar en una nueva era donde la dominación la ejerza la mujer. Podemos incluso aceptar como base para un debate que la nueva situación sobre la base del empoderamiento femenino mejore muchas cosas, en ningún caso de igualdad en su significado más elemental.
El asunto es en todo caso que la igualdad, al igual que la felicidad, la estabilidad o la bondad, forman parte de ese mundo de Utopía que no crean los aparatos burocráticos, aunque sí puedan proporcionar en bastantes casos estándares de vida que para algunos habrían resultado utópicos. En las reacciones que desde parte de la izquierda se ha producido a raíz del anuncio del líder popular hay implícita una contradicción: si, como sostienen reiteradamente, la (extrema) derecha (extrema) no cree en la igualdad lo más coherente es que suprima el ministerio. Lo cual a su vez se convierte en un rasgo de coherencia de esa izquierda donde la relación de sus proposiciones con la lógica es la misma que la de un par de zapatos con la vulcanología, muy alejada de la ilustración de esa izquierda que representa Félix Ovejero y su “razón en marcha” que huye de atravesarlo todo por la vis ideológica. Esa mezcla de paleoizquierdismo y neototalitarismo llamado woke, no nos quieren iguales sino idénticos, porque así su ingeniería social es más fácil de imponer y ese neototalitarismo más digerible al presentarse como defensor de minorías oprimidas, aunque sea a costa de oprimir a la mayoría. Dice el profesor Miguel Anxo Bastos que la igualdad en las ciencias sociales es un absurdo porque se trata de un concepto matemático, extraño a la ciencia social e inaplicable a los seres humanos, que además nos conduciría a una existencia anodina carente del estímulo de la diversidad. Si de lo que tratamos es de una igualdad como originalmente la entendemos, la cuestión es muy sencilla: los más capacitados, sean todos hombres, sean todas mujeres o en la proporción que libremente decida la sociedad, deben ser los que ejerzan las responsabilidades correspondientes. Si el tema que se plantea como la instauración de un cambio de hegemonía en función del sexo, es forzoso esperar que una parte importante de la sociedad no lo comparta.
La igualdad nos sirve como referencia de todas esas otras facetas de la existencia que sabiendo que nunca alcanzarán una plena realización sirven como justificación para la progresiva intensificación del intervencionismo estatal, una tendencia expansiva que parece no encontrar límites. Un incremento que cada vez más sectores de la sociedad encuentran injustificado y con rasgos autoritarios que tiene todos los visos de ser el que propicie un profundo cambio político en oposición a la pasividad ante el aumento del poder gubernamental hasta niveles socialmente insanos. A esa resistencia los taimados propagandistas del intervencionismo lo llaman egoísmo o la sociedad del “sálvese quien pueda” (aunque ese tipo de codicia individual parecerá el altruismo más puro comparado con la negociación de unas listas electorales). Más recientemente quienes se niegan a aceptar la magnitud de esas tendencias sociales visualizadas en forma de millones de votos han dado en llamarlo “ola reaccionaria”. Esos sintagmas son la negación de una realidad que les desconcierta porque consideran que el poder les ha sido dado para modificar cuanto contradice su sociedad imaginada. De poco va a servir frente a una resistencia que irá fraguando mayorías paulatinamente más amplias a las que las imperfecciones del mundo no les resultan tan desasosegantes como para aceptar ser sacrificados en ensayos ideológicos de dudoso realismo al que sus propios autores rara vez se someten. Esas señales van a ir ampliando su fuerza sin que los más aludidos parezcan querer revisar sus planteamientos emboscados como están en una retórica equiparable a historias de fantasmas en las que cada vez cree menos gente. “Derogar el sanchismo” es un eslogan como cualquier otro para incentivar la movilización electoral, pero su eficacia va a ser conseguir la exteriorización de un malestar social que quiere acabar con los excesos del estatismo y de quienes los han promovido.
José María Sánchez Romera