Todos los procesos históricos, especialmente los traumáticos, traen asociados una serie de novedades que van desde el cambio de costumbres hasta entonces arraigadas, hasta renovaciones estéticas, cambios económicos o la introducción en los usos cotidianos del lenguaje expresiones o palabras impuestas por los acontecimientos vividos. Durante la pandemia y a partir de ella hasta el presente, la palabra estrella, pese a su agónica repetición, no ha sido coronavirus, una necesidad léxica ineludible para referirse a la patología, el vocablo por excelencia y elemento casi de estilo en la comunicación de los medios ha sido “experto”. La propagación de su uso indiscriminado en los medios de comunicación ha sido tan amplia como la enfermedad.
Sin duda el éxito arrollador del término ha tenido su origen en aquel espectral Comité de Expertos que, según el Gobierno, era el que analizaba la situación epidémica y decidía después de, según se daba a entender, sesudas reflexiones lo que en cada momento debía de hacerse. Cada vez que los portavoces del Ejecutivo aparecían ante los medios de comunicación para anunciar las medidas que se iban a poner en práctica, fueran del tipo que fueran, llevaba añadido el sintagma convertido en fetiche de ser todo estricto cumplimiento de las recomendaciones de los expertos. Con ello se buscaba transmitir un fundamento de autoridad a fin de inhibir cualquier duda o reserva frente a lo dispuesto, pues toda disidencia era contradecir a la ciencia o situarse en el mundo de lo irracional. ¿Cómo se podía cuestionar las opiniones científicas de los expertos en la materia? Ello pese a que impedir toda refutación sea lo más anticientífico. La realidad última es que fue, ha sido, oscurantismo y falta de transparencia. Más cerca de la fe que reclama el chamán que de la razón que debe aportar la ciencia, los reiterados vaivenes y cambios de criterio, a los que la política tampoco fue ajena, acreditaron altas dosis de impostura.
Como parte de la estela de muerte, padecimientos y ruina dejados por el virus, ha quedado también el lastre semántico de los expertos que acompaña la actividad diaria de la prensa en todos sus formatos. Sea la previsión meteorológica, un accidente de tráfico, la caída de un edificio, no digamos ya una erupción volcánica, cualquier referencia a un hecho cotidiano noticiable, según el criterio actual de lo noticiable, va acompañada de la ineludible referencia a lo que opinan los expertos como elemento de garantía sobre lo que está comunicando el reportero o periodista de turno.
La RAE define experto como una persona práctica o experimentada en algo. Acogidos a tan elemental definición se podría considerar como experto a cualquiera relacionado habitualmente con algo o que ha vivido una situación de forma reiterada sin otros requerimientos de sabiduría. Podría considerarse, por ejemplo, que un delincuente habitual es un experto en prisiones o que un enfermo crónico lo es en medicina por sus reiterados tratamientos con fármacos. Un actor porno podría ser considerado también un experto en salud reproductiva o un usuario de internet en informática. Sin embargo, parece que cuando una información viene avalada por expertos, la división del trabajo y la especialización que trajeron el enorme progreso de la humanidad en los últimos dos siglos en relación a los miles de años anteriores, todos pensamos en personas con una especialidad técnica, académica, profesional, etc. La idea debe llevarnos a médicos, ingenieros, matemáticos, mecánicos profesionales, juristas, gente en definitiva socialmente calificada y de trayectoria cualificada en relación con alguna materia. Sin embargo resulta llamativo constatar hasta qué punto la palabra ha contaminado la comunicación que incluso en actos en los que intervienen especialistas de una determinada materia ya no son nombrados por su especialidad sino bajo ese lugar común, despojándolos así de todos sus méritos académicos y profesionales en beneficio de esa denominación amorfa.
Cuando se nos dice que una información es el resultado de las averiguaciones y consultas con expertos tendríamos que saber si la opinión que está detrás, retomando un ejemplo anterior, es la de un funcionario de prisiones o la de un delincuente habitual, puesto que aunque ambos pueden ser calificados a priori de expertos en asuntos penitenciarios, que es a lo que nos remite el uso banal del sustantivo, su perspectiva técnica, la que se sobreentiende aludida, resultará muy distinta. Al final también puede ocurrir que no exista el experto o que sea alguien al que se forma apurada e imprecisa se le pregunta para dar empaque a una noticia.
La cuestión debería ser muy sencilla: si lo que se quiere comunicar es la opinión de alguien con un conocimiento específico y de profesionalidad contrastada, basta con entrevistarlo. En otro caso hay que dar la noticia de manera veraz, es decir, narrar lo que se sabe positivamente y no dar pábulo a ese “todas las hipótesis están abiertas”, pero “según nos dicen los expertos”… De todo lo cual nace la preverdad que exigirá después una posverdad, porque la verdad no se sabe si es que está huida o ha muerto (¿asesinada?).