El título de estas líneas podría ser también, cumpliendo la misma función, “los jueces de la ley” pues ambas sirven indistintamente para sintetizar lo que pretendo exponer. Como cuestión previa, no hay que engañarse, no existe la división de poderes perfecta, ésta queda cada vez más afectada, por el creciente intervencionismo de los gobiernos, al punto de concederles el nombramiento discrecional de magistrados para los tribunales de garantías. Admitido lo anterior no puede dejar de sorprender que bajo el mismo sistema de elección el Tribunal Constitucional sí responda ahora, renovada su composición y alterada su mayoría, a un perfecto orden democrático para quienes antes denostaban sus decisiones. En realidad, no debería ser ninguna sorpresa para nadie que una parte importante de la izquierda, al igual que el nacionalismo en otro orden ideológico, no admita ciertos mínimos sobre la división de poderes conforme al esquema clásico, especialmente cuando no coinciden bajo su mandato. Ahora bien, de considerar asumible que las inclinaciones ideológicas pueden condicionar en alguna medida la interpretación de las leyes a tener la certeza de que su contenido será ignorado por un creacionismo jurídico ilimitado se convierte, para seguir hablando de estado de derecho, en una cuestión cardinal.
Las ideas no se instalan en la vida social sin un proceso, no son un meteorito que impacta súbitamente y lo altera todo por efecto del choque. Previamente hay una consciente y continua tarea, que en el mundo de la comunicación es la repetición de un determinado repertorio semántico, convertido por la posmodernidad en herramienta y fin en sí mismo para llegar y retener el poder. Particularmente y en el caso de quienes tienen la responsabilidad de dirimir los conflictos a través de la ley, la actual lengua del poder, tenga el gobierno o no, ha impuesto la segregación semántica de conservador y progresista, sin aparente resistencia de los aludidos a tales etiquetas. No es ningún descubrimiento advertir la nada implícita sino perfectamente explícita connotación que la distinción asienta. El conservador es el que se negará a entender la realidad anclado en viejos prejuicios y partidario por supuesto de los poderosos, mientras que el progresista será el juez abierto a entender las necesidades de la gente, convirtiendo en sentencias todo lo que signifique combatir la injusticia. A partir de ahí cuanto haga el primero queda bajo plausible sospecha (o algo más), mientras que lo que haga el progresista quedará convalidado por el marchamo que su asignación al grupo le confiere. Todos los jueces conservadores decidirán en beneficio de los turbios intereses de minorías privilegiadas y los progresistas lo harán para la buena gente de la calle, una perfecta falacia de la división, ya que todos son buenos o malos no por lo que cada uno haga sino por la adscripción que se le atribuya.
Lo anterior es trasunto de otras cuestiones como suponer que la izquierda siempre decide en función del bien común, aunque el bien común para ella sea cada vez una cosa distinta, y la derecha (conservadores, (neo) liberales…) la que defiende los intereses de los más pudientes, aunque los así denominados se entiendan sin mayores problemas con el poder llamado progresista. Entender esto último resulta más comprensible con un ejemplo: desde las posiciones políticas de la izquierda se ataca recurrentemente a la banca como una de los símbolos del poder económico capitalista, incluso se adopta alguna medida populista para confirmarlo. Sin embargo, la realidad es que impone cada vez más normas que hacen a las personas dependientes de los bancos sin cuya mediación les sería imposible desenvolverse económicamente. Pero de todos es sabido que la izquierda goza del privilegio de ser juzgada por sus intenciones y no por sus hechos (pese a que tienen la funesta manía desmentir aquéllas). Por tanto, en relación a los jueces no hay razón para que sea distinto.
Correlato de ese discurso tan lleno de apriorismos racionalmente anómalos, dos de las magistradas del Tribunal Constitucional, la que aspira a presidirlo y la recientemente nombrada a instancias del CGPJ ya han presentado sus credenciales sin defraudar lo más mínimo. La primera se ha manifestado partidaria del constructivismo jurídico y la segunda proclive a admitir el debate sobre cualquier cosa sin rechazar nada de inicio si se plantea ante el Órgano al que pertenece. Con distintas palabras las dos dicen lo mismo: una cosa es lo que diga la Constitución y otra que eso vaya a condicionar lo que puedan decidir. Dicho de otro modo, la letra de la ley queda superada por el derecho que el intérprete de las normas recrea y conforme a la cuestión particular que le es planteada. Visto desde una esfera más cercana, es como si alguien denuncia haber sido víctima de un robo según la ley y encuentra como respuesta que su caso no se define por lo que dice el Código Penal sino en función de lo que un juez dispone “construyendo” derecho por el camino.
Si nos atenemos a la literalidad de las declaraciones de ambas magistradas y más allá de las consideraciones generales sobre lo que han expresado, sus respectivas opiniones en dos asuntos concretos constituyen sendas aporías. En el caso de la Sra. Balaguer, cuando afirma que “si sólo estoy para ratificar el positivismo jurídico, no es necesario, se coge un libro y ya está”, la respuesta sería que su función es aplicar el derecho aprobado por el legislativo (potestad que hace poco defendió como intangible), mientras que el libro es lo que puede escribir para discrepar doctrinalmente, eso sí, fuera de sus resoluciones. Por otra parte, la simplificación que hace de la labor de enjuiciamiento no se atiene a la realidad de una función mucho más exigente, pues no se trata solo de aplicar la ley como acto puramente rutinario, sino de explicar debidamente por qué se hace en un sentido determinado. Mucho más problemático en su proposición resulta ignorar que su cometido es interpretar la Constitución para que sea cumplida, no innovarla, descontando su mejor voluntad, pues eso vulnera el principio de seguridad jurídica (artículo 9,3 de la Constitución), y si esa era su concepción de la función que se le encomendaba, no debió, por coherencia, aceptar el nombramiento. En el caso de la Sra. Segoviano el motivo para admitir la autodeterminación a debate es que se trata de un “tema complejo” porque tiene “muchas aristas” (¿). Pese a lo que dice y en lo que respecta a la Constitución, la controversia carece de recorrido: no cabe en la norma (salvo que se reforme). El pensamiento de la magistrada nos llevaría a admitir que todo es susceptible de ser constitucional por caber regulaciones alternativas, pero todas las constituciones declaran derechos o establecen principios de carácter opinable e incluso muy controvertidos y no por eso puede desbordarse su contenido, lo que supone la posibilidad de derogar de facto, paradójico en un órgano jurídico, la Constitución. ¿Se admitiría debatir en el Tribunal como hipotéticamente admisible la constitucionalidad de una ley que declarara suprimida la función social de la propiedad (artículo 33-2) dado el carácter manifiestamente ambiguo de la expresión? El que apostara por ello no cabe duda que perdería y la contundencia del pronunciamiento estaría a la altura de la grave desviación de la ley que supondría. Los jueces, en nuestro sistema, no juzgan el derecho vigente ni la conveniencia de sustituirlo según sus propios criterios, lo aplican según sus términos siguiendo las reglas de la lógica comúnmente aceptadas que sirven para interpretarlo.
Aunque ahora dicen que, por fin, todo está en orden.
José María Sánchez Romera