El increíble espectáculo que se pudo presenciar en el Senado este miércoles (sede ocasional del Congreso de los Diputados) donde una tropilla parlamentaria de insurrectos, a través de su cada vez más hosca portavoz, amenazó, chantajeó y zarandeó al Gobierno legal y legítimo de una democracia occidental basculó entre la astracanada y el sainete, aunque camino de la tragedia (celebrada con una cerrada ovación por parte de los chantajeados). Bien es verdad que ese Gobierno legal aceptó su validez de origen en esa tropilla cuya “causa movens” es la ilegalidad y su abierto desafío a unas normas que obligan a todo el mundo menos a ellos, lo cual ampara el Gobierno a cambio de los pies de barro que (a precio de oro) le proporciona. La insistencia de los portavoces gubernamentales en responsabilizar a la Oposición de lo que hacen sus socios de investidura es ya cháchara para fanáticos y no va a evitar que se llegue a la tragedia. El tren del Ejecutivo acelera al grito de “¡más madera!”.
Un Parlamento de la Unión Europea no puede permitirse episodios como el vivido cuando se debían convalidar los tres decretos-ley del Gobierno sobre distintas materias (subsidio al desempleo, reformas de diversas leyes procesales y el que se ha dado en llamar “anticrisis”). Decretos que en modo alguno justifican la urgencia que se les supone (con una “vacatio legis” que es lo contrario de lo urgente) en función de las materias que regulan y que perfectamente podían haberse tramitado por vía ordinaria (que además la necesaria precisión técnica de algunas exigía), por más que el significado de las palabras se haya degradado hasta extremos inconcebibles. Según la habitual táctica gubernamental a la hora de reclamar al Congreso un voto genuflexo a sus decretos (142 hasta ahora), validarlos siempre es cuestión de vida o muerte y su aprobación el abandono de un antes tenebroso hacia un después luminoso. Cuando lo que deberían promulgarse debieran ser leyes para favorecer la creación de empleo y aflojar la presión fiscal para evitar la crisis de los ciudadanos sin que tenga que intervenir el Estado, se fomenta lo contrario (para mayor frustración de la Vicepresidenta Díaz, apuñalada parlamentariamente por sus iguales ideológicos). Por otro lado, la supuesta necesidad perentoria de un decreto anticrisis lo que hace es desmentir la boyante evolución de la economía que la Sra. Calviño ha estado propalando hasta su ascensión-huida al Banco Europeo de Inversiones. Subvencionar determinadas actividades y sectores transfiriendo rentas de forma desigual y arbitraria, en esa labor redistributiva que los gobiernos se atribuyen como si fueran los únicos capaces de asignar los recursos de manera justa (de eficacia mejor no hablamos), no arregla nada porque la expansión adicional de créditos lo que comporta es el incremento artificial de los costos con el efecto inflacionario asociado. Pero es que el intervencionismo se regodea en su idea providencialista de que todo lo que plasma en el papel oficial se materializa en el acto y así no faltar a cita con lo histórico. Son las mismas razones que han llevado a abordar las precipitadas e ingentes reformas de la justicia cuyo final tanto se repite: promesas de agilización para que todo siga igual o peor. Rápido se han olvidado los perniciosos efectos que la ceguera ideológica provoca cuando las leyes se aprueban al grito de sólo sí es sí.
Aunque haya quien piense, o quiera hacernos creer que sinceramente piensa, que una parte de la ciudadanía tiene gran interés en que fracasen las políticas del Gobierno, eso es absolutamente falso. La inmensa mayoría de la gente no tiene nada que ver con la política sino con sus propias vidas y cómo sacarlas adelante. Lo que ocurre es que cuando el único incentivo es el poder, se está ante un incentivo perverso que lógicamente es necesario ocultar porque en un régimen de opinión pública es indefendible. La coalición gubernamental se ha visto en poco tiempo atrapada en esa lógica del absurdo que resulta de tratar de componer imposibles sostenidos sobre contradicciones y por eso necesitan de la tergiversación constante. Levantar muros frente a la oposición y luego pedir su apoyo incondicional resulta insólito, tanto como pretender la buena conducción del país compartiendo el volante con quienes tienen como objetivo primordial llevarlo al despeñadero. La izquierda española queda ya muy lejos de la edad de la inocencia, forzosamente tiene que ser consciente de la deriva a la que somete a toda la sociedad al atribuirse por sí y ante sí la exclusiva legitimidad moral de gobernar dando por buena cualquier consecuencia que se derive de tal idea. El problema no es ceder competencias para mejorar los servicios y acercarlos a quienes los reciben, es que, con cada transferencia, financiada a costa del cedente, quienes las reciben no sólo las usarán para sus pulsiones separatistas, sino para obtener de privilegios que creen merecidos, en un caso de egotismo más digno de estudio antropológico que de un análisis político de la época.
El mantra de la pacificación de Cataluña derivada del apaciguamiento hacia los grupos nacionalistas no es más que eso, un mantra. No se está mejor, se está pagando el chantaje como los propios partidos separatistas, JUNTS con especial insolencia, no dejan de recordar a los extorsionados. Si no seguimos lo que hemos llamado lógica del absurdo, habrá que admitir que la población de Cataluña, incluso la no secesionista, percibirá que es el nacionalismo quien busca proporcionarle una mejora de su situación (real o aparente). Puede incluso que al principio lo sigan rechazando, pero lo que no se les puede exigir es ser héroes y al final atenderán a sus intereses más inmediatos decantándose por el más cercano y fuerte y todo habrá servido de nada. Por otra parte, ningún nacionalismo ha sido jamás apaciguado más que transitoriamente y en tanto vaya ocupando espacios que lo acerquen a sus objetivos no tiene necesidad de desgastarse rompiendo abruptamente con el “statu quo”. Pero siempre llega, y llegará, la hora de la verdad, cuando se haya alcanzado el punto crítico en que quien da ya no tiene nada que ofrecer al que pedía y éste nada que recibir de su benefactor. Para entonces la suerte estará echada.
José maría Sánchez Romera