La magia del intervencionismo / José María Sánchez Romera

El creciente intervencionismo gubernamental consiste en hacer magia por medio de una retórica incesante que lleve a creer a la gente que simples decisiones políticas demostradamente perjudiciales y, en el mejor de los casos, perfectamente ineficaces, costosísimas en todo caso, mejoran la vida de las personas. Nos prometen la felicidad a base de artificios narrativos tales como querer redefinir el consentimiento sexual y acaban provocando que docenas de agresores obtengan la libertad. Así, mientras todos percibimos que muchos problemas empeoran, la propaganda oficial sostiene lo contrario e incrementa la intensidad de medidas que generan constantes desequilibrios sociales y económicos. Lo que mal que bien funcionaba, deja de hacerlo; lo que iba mal queda igual o peor y lo que iba bien comienza a ir mal. La innata arrogancia del intervencionista le hace creer que tiene una respuesta acertada para todo y desprecia el tesauro institucional y legal formado por medio de la experiencia histórica. Luego, naturalmente, la culpa de todos los males causados será imputada a neoliberales, agoreros y a las oscuras fuerzas de la reacción emboscadas en alguna dependencia debidamente acondicionada a tal efecto por los jefes del IBEX 35. Subvertir las bases del sistema para denunciar que no funciona es una táctica antigua. Cuando Lenin y sus bolcheviques impusieron el comunismo en Rusia, ante la miseria y privaciones generales que provocaron, mucho peores que las del zarismo derrocado, justificaron la represión y la carencia de todo lo más esencial a los “contrarrevolucionarios” y a la vez como un tránsito necesario hacia lo que se convertiría en el mayor bienestar general que habrían conocido los tiempos. La catástrofe fue tal que para paliarla hubo de implementar la llamada Nueva Política Económica (NEP por su acrónimo inglés) consistente en permitir algunas libertades comerciales y empresariales.

No debemos en todo caso confundirnos, el intervencionista lo es por una vocación nacida de la necesidad. Está claro que, de asumir la realidad, una exigencia racional que el intervencionista tiene que ignorar para sobrevivir, se vería obligado a abandonar sus ideas por la fuerza que imponen sus reiterados fracasos. Las empresas no prosperan a base de intervenirlas de mil maneras, es decir, priorizando cualquier cosa menos que sean rentables (única forma de hacer posible su continuidad) y las normas que regulan su funcionamiento no deben comprometer su viabilidad, porque no están pensadas para cumplir objetivos de ingeniería social sino para dar puestos de trabajo y abonar los salarios, lo que solo es posible si se obtienen beneficios. No se puede ir contra la naturaleza de las cosas y pretender que floten a base de quitarles el agua. Cuando se dice que se puede trabajar menos y cobrar lo mismo o más, un experimento empresarial que se viene anunciando, su éxito sólo es posible haciendo trampa: consiste en subvencionar a las empresas que lo pongan en práctica para hacer que la idea funcione.

En este sentido, Joaquín Estefanía escribe, por pluma de ganso, este domingo en El País un artículo que quiere ser una enmienda en toda regla nada menos que a Milton Friedman, Estefanía no duda en apuntar alto, refutando la tesis del economista norteamericano sobre el hecho de que la principal función de las empresas consiste en dar beneficios. Lo que defiende Estefanía, siguiendo a ciertos “think tanks”, es que, vista la experiencia del covid y la guerra de Ucrania, las empresas tienen que implicarse en la solución “de los graves problemas”. Pese a su imprecisión es forzoso entender que son las personas, las que en definitiva crean y a la vez forman parte de las empresas, las que deben pagar las consecuencias de los errores de los políticos para merecer ser bien consideradas por la sociedad. Mejor explicado: si las empresas, que es toda la economía no dependiente de los presupuestos a los que nutren, no siguen las directrices de los políticos se verán señaladas por ellos frente a los ciudadanos (como si lo empresarios fueran entes venidos de otra dimensión) y pueden recibir el mismo tratamiento que Ferrovial a la que expresamente cita como ejemplo. Según eso, son las empresas, que es la población en definitiva, no nos dejemos engañar por ese tipo de abstracciones, las que deben pagar las consecuencias de la inflación provocada por muchos gobiernos con sus políticas monetarias suicidas. Significa que en el caso de la genial idea de estimular la demanda en forma de incremento exponencial de la masa monetaria en medio de un shock de oferta por la ruptura de las cadenas de suministro a causa del covid y la propia guerra, quienes tienen que reparar el daño no son los gobiernos sino “las empresas”. La falacia queda al descubierto cuando se constata que no son sólo las empresas las que pagan los alimentos más caros para llenar sus estanterías, sino millones de personas, una por una, que deben tratar cada día de poner comida suficiente en sus mesas. Es imposible encontrar una defensa más descarada del despotismo en pleno siglo XXI y una prueba evidente del peligroso tránsito que se intuye desde la justificación del intervencionismo a regímenes cada vez autocráticos que bajo esa logorrea, que no teme contradecirse, esconde el truco con el que quieren convencernos de que aunque nuestra sensación sea la de caer, no dejamos de subir, para que se haga realidad será suficiente con creer.

P.S.: Con motivo del 14 de abril gritar ¡Viva la república! es como gritar ¡Viva el vacío! Es el contenido democrático del sistema lo que le confiere valor y bastantes repúblicas han carecido y siguen careciendo de él.
José maría Sánchez Romera

José María Sánchez Romera

 

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