El “espectáculo Milei” que nos ha dejado el paso por España del Presidente argentino, prescindiendo del sentido de las opiniones que haya provocado, ha dado aire a todo el mundo. A los medios de comunicación, por supuesto, de modo muy fundamental a los partidos políticos que, carentes de proyecto y votos parlamentarios comprometidos, pueden aparentar que en su nirvana programático hay algo más que supervivencia y titulares de prensa efímeros. Trabajar menos para cobrar más o intervenir el mercado de la profesión más antigua del mundo pueden servir de ejemplos con los que el poder finge que puede liberarse de la realidad y de su actual impotencia. Eso, como tantos otros proyectos de ingeniería social, y tantos delirios utópico causantes de las mayores calamidades de la humanidad están condenados al fracaso. De esas nieblas del pensamiento ninguna sociedad se hecho próspera, todo lo contrario.
Javier Milei es un impugnador del todo, de ese todo cuanto damos por supuesto en la mayoría de las sociedades occidentales, compuesto por sintagmas tales como justicia social, estado del bienestar, servicios públicos y, como expresión totalizante, el Estado-nodriza, que nos acompañará desde el nacimiento hasta la muerte subviniendo todas nuestras necesidades. Para negar esas “verdades” y proponer alternativas Milei ha recurrido al histrionismo y al espectáculo a ratos bufo, con cierta razón divulgativa: explicar la contraposición entre la acción humana y la dialéctica colectivista es un asunto demasiado espeso que requiere ser aligerado con grandes dosis de espectáculo. Sin motosierra, alaridos cuasi prehistóricos y lemas del “carajo”, habría resultado tarea imposible llegar con posibilidades de éxito a una sociedad que no se reconoce a sí misma sin mirar al Estado y lo acepta como el intermediario forzoso al que nutre con lo que produce para que se lo devuelva, descontada, por supuesto, la comisión correspondiente. Para las masas que no tienen otra alternativa que las forzadas redes de lo público para resolver muchas de sus necesidades, no resulta fácil demostrarle que existen otras alternativas. Gramsci lo entendió muy bien, el socialismo no tenía que implantarse por medio de la revolución sino a través de la enseñanza, la cultura y los medios de masas. La gente así mentalizada reclamaría de forma “natural” el socialismo sin necesidad de ser consciente de ello. Milei sustituyó la explicación de los males causados por el exceso de gasto público por la exhibición de una motosierra y se ve que una mayoría de argentinos entendió el mensaje.
Romper lo que constituye el “espíritu de la época” (zeitgeist), en este la mentalidad socialista que abarca con más o menos intensidad de derecha a izquierda y constituye el “mainstream” cultural, es una tarea casi suicida, quizá por eso a Milei de forma casi profética le precedió el apodo de “loco”. No hay que confundirse, el dirigente argentino tiene una sólida formación económica y seguidor de la llamada “escuela austríaca” (sus estrictos popes deben agitarse en sus tumbas viendo en acción a su discípulo), lo único que ha hecho ha sido traducir la aridez teórica de su credo al lenguaje populista que ya se ha hecho común entre la gente para que asimile los mensajes. La izquierda lo había manejado hasta hace un tiempo con la naturalidad de quien posee un copyright de la comunicación política. Pero el mercado de bienes e ideas no es estático y siempre hay competencia en la imitación de lo que funciona (para bien o para mal).
Con todos esos antecedentes y precedido por muchas polémicas y una confrontación radical con la izquierda, Milei llega a España a la llamada “convención ultra” (que no necesita más concreción porque cuando se habla de ultra sólo puede estar referido a la derecha). Una convención más heterogénea de lo que parece, deonde se encontraron como aliados el programa económico de Marine Le Pen y el de Milei que se parecen tanto como ellos físicamente entre sí. El Presidente argentino en una intervención tediosa, leída y escasa de novedades, deja en un momento dado el guión, o eso pareció, y lanzó una venenosa andanada contra la mujer del Presidente del Gobierno de España a la que llamó “corrupta”. Cierto es que no estaba en España oficialmente invitado, pero los usos diplomáticos tienen fuerza de ley entre las naciones de manera que el mandatario visitante debe guardar las formas y ser neutral en relación con los asuntos propios del país que visita. Se trata de una cuestión de cortesía e incluso, como ha dicho Pedro Sánchez (escaso de autoexigencia), de educación, y Milei debió de abstenerse de un comentario que no respeta además la presunción de inocencia que se reclama en las sociedades civilizadas.
Pero el Gobierno no era inocente cuando exigió al dirigente argentino disculpas inmediatas porque tanto política como personalmente lo había convertido en un hombre de paja objeto de todo tipo de ataques políticos y descalificaciones, usando contra él términos muy ofensivos sin pedirle nunca algo siquiera parecido a lo que le reclamaba. Esa incoherencia no ha sido la excepción sino la regla: hay guerras que son genocidios y otras no, hay agresiones que merecen respuesta y otras no, hay familiares intocables y otros no y las palabras son violencia política si las dicen otros. De ese modo, la esencia de las cosas está en quien las haga y no en las cosas mismas. El conflicto con Milei responde pues a un ejercicio de deliberada memoria parcial y a una sobreactuación que tiene que ver con las diferencias ideológicas con el Gobierno argentino actual que no mereció ni la protocolaria felicitación por su triunfo en unas elecciones democráticas y sufrió la desdeñosa ausencia del Ejecutivo en la toma de posesión presidencial.
El incidente por otra parte revela un síntoma más preocupante: la parálisis de un Gobierno formado con socios tan desleales que no sólo no avalan programa alguno (aunque no haya mal que por bien no venga), sino que supeditan su voto a la aceptación de una lista de chantajes, lo que, para ocultarlo, el Ejecutivo fabrica enemigos artificiales con los que mantener un fuego dialéctico constante en el que puede terminar abrasado.