La llamada “Ley de Amnistía” ha llegado a su primera estación legislativa con la aprobación por el Congreso de los Diputados. Aún le queda un trecho importante que recorrer que incluye al Senado, degradada a una especie Cámara de los Lores por quien no tiene en ella la mayoría, los recursos que contra la Ley se interpongan y la aplicación que de ella hagan los diferentes órganos jurisdiccionales en los que sus potenciales beneficiados tengan residenciadas sus causas. En el entretanto la palabra se ha disociado en tantos significados como intereses políticos la manejan.
La definición canónica que la RAE hace de amnistía es la de “perdón de cierto tipo de delitos, que extingue la responsabilidad de sus autores”. Sin embargo, es la única que no se utiliza cuando se habla de ella. Algunos la llaman apuesta por la convivencia, otros dicen que es el primer peldaño hacia la independencia e incluso se ha llegado oír que conceder la amnistía traerá la prosperidad económica a España y Cataluña (una asociación de ideas bastante libérrima). Lo cierto es que para ninguno de sus enfervorizados “supporters” la amnistía cursa bajo la única acepción que el término en su propia lógica expresa. Como a la fuerza ahorcan, se ha hecho aceptable sin mayor escándalo un uso del lenguaje tan desentendido del más mínimo rigor que con las mismas palabras puede aludirse a cosas absolutamente opuestas, lo que no puede generar más que confusión o engaño. Ocurre que en casos como el de la amnistía, su estrafalaria desviación semántica es un acto temerario. El asunto no tendría mayor importancia de no ser porque entre las cosas importantes que ahí se dirimen está si las leyes generales, que a todos nos someten, admiten paréntesis en su vigencia por la mera coincidencia de los intereses de poder. La intuición nos dice que eso choca con el deber ser más primario del derecho de gentes que es la igualdad de todos ante la ley. Pero como la palabra igualdad también ha devenido ambigua hasta lo peligroso, los únicos que en realidad saben ya de lo que hablan son los que tienen calculado el monto de su ganancia. El resto mira impávido como la vaca al paso del tren, no entiende lo que ve.
Pero las palabras también viven fuera del texto, aunque Derrida o su porquero digan lo contrario, y al final reclaman su verdadero sentido, porque, al fin y al cabo, se han ido creando para entender las cosas del mundo y la existencia. Y por eso como la Ley de Amnistía no ha sido un perdón de delitos con el correlato implícito del arrepentimiento de los infractores, no podía servir de nada, porque el reverso de amnistía no puede llamarse del mismo modo y ser lo que sólo con el nombre no puede ser, y así ha quedado pronto en evidencia. Los verdaderos amnistiados no han sido los que fueron condenados, éstos han tenido la condescendencia de permitir formar un Gobierno apopléjico para que de manera oficial se reconociera que fue el Estado quien obró mal aplicando las leyes. Por eso los perdonados no tienen de qué arrepentirse, sino que, al contrario, no han dejado de proclamar su derecho inalienable a vulnerar las reglas en cuanto quieran o puedan, acogiendo la confesión estatal de culpa como el cobro de una deuda a cuenta del total y como reparación parcial a la espera de su definitiva cuantificación política y económica (pasando aquí de moroso insolvente a acreedor implacable). Peor aún, han exigido ser impunes frente a las leyes que han reclamado aplicar a quienes se las aplicaron a ellos, lo que supone tanto como hacer ley lo que fue una revolución contra el orden establecido, validando así el proceso revolucionario y haciéndolo triunfar después de derrotado, un hito sociológico sin duda, al convertir en legítima la subversión contra las instituciones que fueron desacatadas.
Semejante pandemónium tenía que acabar mal y así ha sido: no se había apagado el eco del último sí con el que se aprobó en el Congreso la dichosa ley, cuando un traspiés parlamentario del Gobierno de Cataluña, donde cada uno va a la suya, ha dejado al Gobierno de España como la lechera del cuento: sin presupuestos, sin convivencia y sin prosperidad, todo en veinticuatro horas. Todavía habrá quien, como el maldecido Sísifo, quiera volver a empezar a subir con la misma roca. Hemos aceptado el deshonor para evitar el conflicto (o para eso nos dijeron que era) y los tendremos ambos. Juan II de Aragón experimentó lo exasperante que era reinar sobre aquellos territorios de Levante siempre irredentos y nunca ha dejado de ser así (Azaña lo dejó escrito). Por eso Eugenio D´Ors recomendaba hacer los experimentos con gaseosa y por eso no se puede querer gobernar sentado sobre miles de litros de nitroglicerina en la insensata esperanza de que no exploten.