La semana que estremeció España / José María Sánchez Romera

 

Para ilustrar los hechos acaecidos esta semana y cuyo estudio a no mucho tardar llenará de libros los anaqueles, viene muy al caso un episodio de la historia del siglo pasado. Cuando las potencias europeas se reunieron finalizando el mes de septiembre de 1.938 en Múnich para evitar lo que de todas formas iba a ocurrir, una nueva guerra, acordaron desmembrar Checoslovaquia. En esa fecha, “que vivirá en la infamia”, parafraseando a Franklin D. Roosevelt cuando el día 8 de diciembre de 1.941 solicitó del Congreso de los USA la declaración del estado de la guerra frente a Japón por el ataque a Pearl Harbor, además de perpetrarse la liquidación de un estado soberano, se humilló a sus representantes dejándolos aislados en una habitación junto a otra en la que los líderes de Francia, Alemania, Italia y Gran Bretaña decidían su destino. Un sacrificio tan injusto como inútil que se adoptó sobre las ruinas de los principios más elementales del derecho internacional. El efecto inevitable del abandono del derecho es la entronización de la fuerza como fuente de legitimación.

El lunes el Presidente del Gobierno anunció que indultaba, apelando al diálogo y la tolerancia, a los dirigentes nacionalistas condenados por sedición, en fraude de la ley que se dice aplicar e ignorando lo que piensan una amplísima parte de los ciudadanos españoles que viven en Cataluña, la cual ha quedado identificada en su totalidad con el separatismo. De manera absolutamente perversa se ha impuesto que separatismo y Cataluña significan lo mismo, que el nacionalismo comprende todo lo catalán. Y esa postergación de una parte de la población catalana es desde el punto de vista democrático y humano, una infamia política. La utilización del término “infamia” no pretende inflamar el lenguaje o hacer un juicio de intenciones, solo conocidas por quienes han llevado a cabo la decisión, sino como simple ilustración de su resultante, sin olvidar que, por una simple regla de experiencia, los hechos en la gran mayoría de los casos son la materialización de lo que se desea.

Sostenía Blaise Pascal que “el esfuerzo mental por aclarar las ideas es el fundamento de la vida moral”. Por eso es importante aquí alejarse en cierta medida de los “a priori” que la percepción externa de los hechos nos ha dado a conocer, en un intento por razonar en torno a esta situación sobre la que se ha llevado a cabo el acto del Gobierno, incluso reduciendo a la irrelevancia los mensajes y la actitud de los indultados a la salida de la prisión. Tales excesos los adscribiremos a la emotividad que la salida de la prisión y rodeados de partidarios, han exhibido los beneficiados por el indulto. Pero una vez sentado lo anterior, la condonación de parte de las penas impuestas en su día por el Tribunal Supremo debería haber encontrado, y no sido así, un correlato político coherente y equilibrado puesto que descartamos que la reparación de una injusticia haya sido el motivo para conceder los indultos. Ítem más, ignoraremos además otras dos cuestiones para el análisis. Las explicaciones ofrecidas por el Presidente del Gobierno ofrecen en orden a su pervivencia en el tiempo un nivel estadístico tan cercano a cero que hace innecesaria su consideración, lo que va en paralelo con cualquier idea de neutralidad, en tanto que ajena a su conveniencia, en toda postura del Sr. Presidente, dado el carácter utilitarista al que supedita su ejecutoria. Desecharemos de igual modo que la mayoría parlamentaria que sostiene al Gobierno y a la que éste representa, busque afianzarse y garantizar la conclusión de la legislatura mediante el uso políticamente mercantilizado de los indultos. No es poco sobre lo que hacemos la “vista gorda”, pero trataremos de argumentar lo erróneo de su decisión respecto de cuestiones menos evidentes, aunque, creemos, de mayor gravedad.

Cuando el Sr. Presidente del Gobierno acudió el lunes al Liceo de Barcelona para exponer las razones de su decisión fue interrumpido por un asistente de esos a los que de forma deliberadamente imprecisa se denominan radicales o activistas en contraposición a otros extremistas que sí son explícitamente identificados por su adscripción política. De las frases que pronunció el exaltado una definió su cosmovisión política: ¡Visca la terra! La exteriorización de esa idea antropomorfa de una tierra onírica nos pone frente al conflicto moral que debería provocarnos el llegar a entendimientos con quienes sustentan sus proyectos sociales en semejantes arcanos. Para esos nacionalistas que conciben su “terra” como soporte esencial del pensamiento que los guía, las personas son un concepto subordinado al territorio porque éste es único, insustituible, de una singularidad solo concebible en el mundo de lo imaginario. Cuando hablan de pueblo piensan en él como un elemento contingente, una palabra que se identifica con la idea de masa, no de conciencia libremente formada. De hecho, el nacionalismo ignora (o persigue) al individuo como tal, es su mayor enemigo. Solo un idealizado pueblo, inútil si es desagregado de la idea de territorio, que es lo único que, para esa política parida por el sentimentalismo político, da sentido a una colectividad humana, es admisible para el nacionalismo. De todo esto se sigue que quienes no actúen como masa crítica para la consecución de ese destino colectivo, no tendrán más alternativa que el autoexilio o la semiclandestinidad. Articular un contraste racional de pareceres con quien encuentra su pathos en alguna ínsula Barataria resulta un imposible. ¿Podría haber guetos de esa naturaleza en la Europa del siglo XXI? Ciertas cosas impensables no hace tantos años se han instalado en la cotidianeidad sin que hayamos reparado en ello hasta que se han convertido en normas o actitudes sociales incluso sustraídas a todo tipo de cuestionamiento. Ahí está como ejemplo de lo en otro tiempo inimaginable la llamada cultura de la cancelación y el activismo woke.

Con ser lo anterior grave, puede que, desde un punto de vista no tan abstracto, se haga todavía más difícil de entender la falta de una negociación, una transacción, algo parecido a ese “do ut des” que forma parte del manejo habitual (en su mejor sentido) de la política. Los indultos sin contrapartidas exigibles o condicionantes inviolables, unidos a ese nivel de tolerancia con la prepotencia exhibida el nacionalismo, no puede por menos que causar estupefacción. Si el Presidente del Gobierno fiado a una especie de mística confianza en sí mismo, solo evidente para él, espera un desistimiento súbito del nacionalismo, es de temer lo peor. Cuando espoleado por la necesidad de no perder en esa arriesgada apuesta necesite resignar principios y normas que conducirá llegará a un punto sin retorno en el límite de lo posible y entonces sí tendremos una verdadera confrontación derivada de la consolidación de un segundo sujeto político en plenitud sobre el que los tribunales de España no tendrán ninguna autoridad, probablemente ni siquiera formal. La disyuntiva será ceder del todo o el empleo de la fuerza, así de sencillo. El Gobierno de España, que en su relación a lo largo de la historia con el sector escapista de Cataluña había padecido el complejo de Wendy, es ahora víctima del “síndrome de Estocolmo” y cree poder resolver este artificial conflicto creado por unas élites supremacistas, con aquella fórmula de los años 90 denominada “paz por territorios”. Entregar como fórmula de entendimiento al nacionalismo el control absoluto sobre la región catalana no funcionó para solucionar el contencioso palestino-israelí, el reconocimiento del 95% de sus demandas territoriales no conformó a Arafat, ni va a funcionar ahora, sencillamente porque esa cuestión va más allá de lo material, que para el nacionalismo va de suyo, sea dinero o territorio, siendo por añadidura este último, como hemos dicho, parte del mito nacional y por ello relativamente inconcreto y mucho más amplio en sus aspiraciones de máximos que el actual (todo nacionalismo aspira a su “lebensraum”). En definitiva, se está edificando sobre barro y la precaución más elemental de un buen constructor es asegurar la solidez de su obra.

Cita Stanley Paine en su libro “La Europa Revolucionaria” a dos autores que han escrito sobre los procesos revolucionarios, Theodor S. Hamerow y Jonathan Israel. Del primero destaca la siguiente reflexión “la primacía de la percepción sobre la realidad en el declive de la autoridad establecida…” (implica) “una revolución de las expectativas (que) allana el camino para una revolución de los hechos”. El segundo: es importante que haya grupos revolucionarios organizados, pero el factor realmente crucial es la presencia de “una revolución mental”. La situación política de Cataluña cumple ya ampliamente esas premisas y seguro que el nacionalismo no lo ignora.

José María Sánchez Romera

 

También podría gustarte