Reinaldo Jiménez: Sobras de pan
V Premio Internacional de Poesía Jorge Manrique.
Ediciones Cálamo.
Los lectores siempre esperamos que el nuevo libro de nuestros autores preferidos sea mejor que el anterior. Primero, por el propio placer de leerlo y disfrutarlo. Segundo, porque compartimos con gozo sus avances en el pensamiento y la escritura. Sin embargo, las trayectorias literarias, como la vida, tienen sus altibajos, sus repeticiones y retrocesos, sus aciertos y fracasos. Ahí reside la expectación, la sorpresa de la novedad o la decepción del tropiezo.
Tengo en la mano Sobras de pan, el último poemario de Reinaldo Jiménez, galardonado con el V Premio Internacional de Poesía Jorge Manrique y bellamente editado por Cálamo. Me alegro de poder decir que, en este caso, no solamente considero que es su mejor libro, sino que se me hace difícil imaginar qué más podrá escribir el autor después de esto. Así de rotundo, así de definitivo me parece. Una especie de libro de la vida donde está todo lo importante y donde lo inefable se expresa hasta el límite de lo posible: “… canto lo que no sé / que sé…” (“Oda a un bastón”, p. 50).
A veces la estructura de los libros de poemas es gratuita o responde a criterios caprichosos. Opino que ignorarla es desperdiciar un significante muy poderoso, una base tonal para la regularidad que luego se desplegará en los ritmos de las palabras y las ideas. Muestra brillante de ello es la sólida construcción de Sobras de pan en torno a tres poemas axiales, como un esqueleto genealógico que se hace explícito en las dedicatorias: el primero, “El horno”, dedicado a la madre (p. 13); el central, “De noche, al abrazarla”, a la hija (p. 39); y el último, “Sobras de pan”, al padre (p. 65). En ese linaje, en esa continuidad, se sitúan el poeta (“Cuerpo mío, ¿qué abrazas, sino / toda una estirpe en este abrazo único?”) y su compañera (“Y tú traes en tus manos, como si culminaran / en ti tantos procesos, el dulce de esos frutos…”).
Dos mitades de diecisiete poemas cada una, “Formar parte” y “Divina oscuridad”, completan una estructura simétrica y a veces especular. Por ejemplo, “En el huerto” (“Labro esta tierra como quien escribe…”) abre una poética que se cierra en “Nigredo”: “… por eso es esta seda / hacia el abismo / de lo que somos / en desconocimiento, / por eso es este altar / en las palabras”. Especular es también el agua que corre inocente “En este río que no alberga tiempo…” (“Barco de hoja de caña”, p. 21) frente al agua funeral que resbala sobre el féretro en “Agua bendita” (p. 58); o los espacios liminares de “Lindes” (“Nombrar acaso es la primera muerte”, p. 36) y “La palabra primera” (p. 44).
Son las dos caras de esos fragmentos de vida a los que Reinaldo Jiménez nos tiene felizmente habituados, esos cuadros cotidianos que se transparentan lo justo para dejarnos vislumbrar lo eterno. En Sobras de pan hallamos lo más característico de su poesía: la experiencia de lo grandioso a través de lo humilde, la comunión con una naturaleza llena de significados, la armonía rítmica que se acompasa con la cadencia de un mundo que late. Cada poema es tan hermoso, preciso y completo en sí mismo que ha de leerse con cuidado, como quien tiene un pájaro en las manos, para no quebrar el hilo que da sentido al complejo edificio de sutilezas.
Pero este poemario contiene, además, toda una teoría del ser. Una teoría meditada, coherente, nítida y casi diría que sistemática. El yo poético asume en plenitud el doble destino del ser humano, como parte de la naturaleza y como conciencia de ella, sabiendo que la voz de una parte no puede sino fracasar al intentar expresar el todo: “si es gratitud, deseo, querer conocimiento, / lo enmarca lo inefable” (“Nigredo”, p. 62). Intentarlo, además de inútil, sería soberbio y codicioso: “No habré de ser, me digo, quien quiebre / esa frontera, el frágil velo de lo que se nombra, / quien traiga al tiempo –imagen o palabra–, lo que no es del tiempo” (“Fotografía negada de una flor”, p. 48).
Sobras de pan constata que la poesía, como muchos pensamos, cobra sentido a partir del punto en que la metafísica deja de tenerlo. Y demuestra también algo que para mí es primordial y que me emociona muy profundamente: el camino no pasa por suspender el juicio y abandonar el discurso racional. Todo lo contrario. Se trata de trascenderlo. Sólo así es posible avanzar y acercarse un poco más, cada vez un poco más, a las fronteras de lo expresable.