Con esta expresión, “cura ut valeas” (“cuídate mucho”), cerraban los romanos sus cartas. Se dice, con razón, que hoy en día ya no escribimos cartas. Sin embargo, nunca, en ninguna época anterior, hemos escrito tanto como ahora. Hay un universo de palabras que crece sin parar en los mundos de Internet. Si pudiéramos recoger esa enciclopedia volátil, en ella leeríamos la cotidianeidad de nuestras vidas. En ella estarían todos los mensajes, declaraciones, debates, peticiones, noches en vela, negocios, recomendaciones, poemas, billones de poemas, que hemos escrito. Decía un filósofo del siglo pasado, Marshall McLuhan, que “el medio es el mensaje”. Podríamos decir hoy en día que el soporte (Internet) ha cambiado nuestra forma de comunicarnos y ha llevado la escritura, en cualquiera de sus géneros, a una difusión que apenas podíamos imaginar. Se escribe más que nunca. Vamos dejando nuestra biografía mínima y cotidiana en los números secretos que descifran las palabras.
La correspondencia es un género literario, pero también un testimonio real de la vida de quienes escriben. Un testimonio son las cartas de madrugada que Flaubert escribía a su amante Louise Colet. En ellas le hablaba de las dificultades del lenguaje y cómo se había atascado en una frase, en una idea, un adjetivo, y sólo había escrito unas pocas líneas en toda la noche. Luego celebraba su amor, su deseo de ella y cómo acariciaba sus vestidos, buscaba su olor en ellos o besaba las zapatillas (sic). Las cartas son también un género como en “Las amistades peligrosas”. Ese alarde narrativo en donde una historia complejísima de intrigas, traiciones y dobles significados no tiene narrador. No hay nadie que la cuente. El lector tiene que ir relacionando lo que va sucediendo. Como si dejaran un montón de cartas cogidas con una cinta en sus manos. Eso es lo que hace Pierre Chordelos de Laclos en “Las amistades peligrosas”.
Pensé cerrar estas “mañanas en el patio” con la reseña de algún epistolario. Hay donde elegir. Todos los clásicos escribieron muchas cartas. Pensé en un clásico menor, Plinio el Joven. Cayo Plinio Cecilio Segundo tuvo un sueño. Que él y su amigo Tácito fueran las figuras relevantes en la cultura de su época, transición del siglo I al II, Por eso sabemos del interés que tuvo porque su obra se conservara y que tuviera dignidad literaria y altura intelectual. Así lo manifiesta en sus “Cartas”, el único de sus libros que se conserva. Recuerda su caso el de nuestro don Juan Manuel, que construyó un palacio en Peñafiel con una biblioteca que albergara toda su obra. Todo ardió con los originales, que tanto cuidaba don Juan Manuel para evitar los errores de los copistas.
En las “Cartas” de Plinio el Joven están todas las preocupaciones y ambiciones de la nobleza patricia romana. Conviene tener esto en cuenta. No es Roma la ciudad de las “Cartas”. La galería de personajes que desfilan en esta correspondencia pertenecen a la nobleza y sus ocupaciones y sus ocios son los de esta clase. Una de las aficiones de Plinio era asistir a las lecturas en las bibliotecas privadas. Juvenal en sus “Sátiras”, donde sí está toda Roma, ridiculiza con un tono burlón y jocoso esta costumbre. Se pregunta Juvenal: “¿Siempre oyente tan sólo voy a ser?” Se lamenta del hartazgo de “Teseidas”, “Orestes” y demás tragedias interminables “que rebosan los márgenes del pergamino y siguen, incluso, en el reverso”. Dice que conoce mejor que su propia casa el bosque sagrado de Marte, la cueva de Vulcano o el rincón del que robaron el vellocino de oro.
En el siglo pasado, algunos de los estudiosos de la obra de Plinio se preguntaron si las “Cartas“ eran reales o una obra de ficción. Son reales los asuntos de época que tratan: administración doméstica, petición de recomendaciones y consejos, desde una solicitud para una candidatura pública a la elección de esposa, intercambio de libros, comentarios de obras recientemente publicadas, admiración por los grandes hombres, como Trajano, la observación de los fenómenos naturales o la nueva doctrina cristiana. “No he participado nunca en procesos contra los cristianos, por ello desconozco qué actividades y en qué medida suelen castigarse o investigarse”, le consulta al emperador Trajano.
Para no extendernos más y aproximarnos algo al estilo de Plinio, siempre defensor de la frase corta y una sintaxis sencilla, se puede leer la epístola 16 del libro VI. En ella Plinio contesta a la petición de su amigo Tácito, que le recaba información sobre la muerte de Plinio el Viejo en la erupción del Vesubio. Es uno de los pasajes más difíciles y mejor contados de todo el libro.
El 24 de agosto del año 79 d. C. la familia de Plinio está en Miseno. “Como a la séptima hora”, cuenta en la carta, “mi madre hace notar que ha aparecido en el cielo una nube extraña por su aspecto y tamaño”. Plinio el Viejo decide embarcarse en una galera para observar el fenómeno más de cerca. Antes de llegar a puerto recibe una petición de ayuda de la familia de su amigo Pomponiano que está atrapada en la aldea de Estabias, cerca de Pompeya, “pues los encantos de la costa atraían a un gran número de visitantes”. El piloto del barco, según se aproximan, aconseja volver a Miseno, “pues las cenizas son ahora fragmentos de piedra pómez y rocas ennegrecidas, quemadas y rotas por el fuego”. Plinio responde: “La Fortuna ayuda a los fuertes, pon rumbo a la casa de Pomponiano”. Y allí intenta calmar a sus asustados anfitriones “y se retiró a descansar y ciertamente durmió pues su respiración, que a causa de su corpulencia era más bien sonora y grave, podía ser escuchada por las personas que iban y venían delante de su puerta”. Por miedo al terremoto, todos abandonan la casa con las cabezas protegidas “con unas almohadas sujetas con cintas”. Tres días después el cuerpo de Plinio el Viejo “fue encontrado intacto, en perfecto estado y cubierto con la vestimenta que llevaba. El aspecto de su cuerpo más parecía el de una persona descansando que un difunto”. “Entre tanto, mi madre y yo en Miseno; pero esto no tiene importancia para la historia”, escribe Plinio a su amigo Tácito.
Y con esto cerramos este verano las “mañanas en el patio”. Gracias a mi querido Javier Celorrio por su larga hospitalidad para recoger estas croniquillas y a todas las amigas y los amigos que les han dedicado su tiempo.
“Cura ut valeas”.
Tomás Hernández.