Las mañanas del patio / La cena de Trimalción / Tomás Hernández

“La cena de Trimalción” (Petronio, “El Satiricón”) es una fiesta. Es como aquellos libros infantiles que al abrirlos se levantaba un castillo de papel, una hada madrina o una bruja de nariz larga y risotada en la boca. La cena de Trimalción es un alarde de ostentación insufrible y un festín estrambótico de los sentidos. Apenas lo recordaba, quizás no lo leyera con la atención debida o en el momento oportuno. O sencillamente, habrá pasado ya algún tiempo.

Piensas, mientras lo lees, en Fellini y sus películas grandiosas de personajes y escenarios. Pues eso es el banquete, un escenario cuyo principal personaje es la comida. Las formas asombrosas en que son presentados los manjares, las transformaciones casi mágicas. Paralela a la gula está la ostentación como leit-motiv. La cena es un disparate maravillosamente escrito por la variedad y el vértigo en se suceden las escenas que hace pasar por alto reflexiones, pinceladas de genialidad y el cuidado por la palabra.

Asiste a la cena Encolpio y su panda de amigos. Gitón, que hace de esclavo para dar categoría al séquito. Agamenón, filósofo mendicante. Ganímedes, materialista preocupado por la carestía de la vida y Filero, que recuerda casos de libertos arruinados y muertos en la miseria. Esta necrológica se abre luego, como un abanico, sobre las vidas de algunos de los invitados, amos o esclavos, sobre personajes ausentes, sobre la ciudad, Roma.

Encolpio es quien narra, describe y juzga. Así, creo, se materializa más el asombro al coincidir narrador y personaje. Es Encolpio quien nos relata su extrañeza, cuando después de haber devorado unas gallinas asadas, una ubres de cerda, huevos de pato rellenos, pescado con salsa de pimienta, un jabalí adornado con gorro de liberto y unas jarras de Opimio, el vino más caro en Roma, aparece en el comedor un esclavo disfrazado de porquero y tres cerdos vivos de distinta edad y tamaño. Trimalción elige el más grande para la cena. “Hay que hacer”, dice, “que el día dure dos veces; cenemos otra vez”.

Mientras cocinan al animal, Trimalción alardea de su ignorancia, “aun comiendo hay que saber literatura” sentenciaba, mientras confundía Troya con Tiro y afirmaba que Helena había sido raptada por Hermerote y Petraites que es como pronunciaba los nombres de Héctor y Patroclo. “Y aún no se había explicado del todo Trimalción”, dice Encolpio, “cuando en el tiempo de asar un pollo”, se presenta en bandeja el cerdo asado y adornado. Trimalción grita lleno de indignación. “¡A este cerdo no le han sacado las tripas”! Y manda traer al cocinero, desnudarlo y azotarlo allí mismo. Ante las súplicas de los invitados, más que por piedad, por no asistir al cruento espectáculo en medio de la cena, Trimalción perdona. “Pues bien, ya que tienes tan poca memoria, vacíalo ahora en nuestra presencia”. Y, cuando todos los comensales hacen una mueca de asco o apartan la vista, “por las heridas que se agrandan y ceden bajo el peso, salta una oleada de salchichas y butifarras”, cuenta Encolpio.

Cuando preparo estas mañanas, lo hago siempre tomando notas, citas textuales, ideas, en un cuaderno de anillas, grueso, tamaño folio y la cubierta de color. Rutinas que se quedan en nosotros, o algo así, decía Rilke y creo que Juan Ramón, tambíén. Luego, siempre sucede, no sabes qué resaltar, qué desechar, qué cosas pueden ser de interés, cuáles innecesarias. Por ejemplo, me llama la atención en esta lectura, que en los inicios del banquete se pasa por la mesa un pequeño sarcófago decorado. Recoge una tradición egipcia, donde a cada comensal se le obsequiaba con un pequeño sarcófago con los rasgos del invitado. Así lo cuenta el editor y traductor de “El Satiricón”, el profesor Lisardo Rubio Fernández. Y reparé que al del banquete, ya en los baños, “en esta casa nunca se entra y se sale por la misma puerta”, le había advertido el esclavo, en esa escena Trimalción habla de su testamento, del epitafio que ha escrito: “Nunca conoció a ningún filósofo”(…) Dejó treinta millones de setercios”. Y confiesa a sus invitados: “Yo quiero tener un entierro grandioso”.

Y entre sarcófago y epitafio asistimos a un deseo de ostentación insaciable y ofensivo: “Ahora quiero englobar a Sicilia en mis posesiones, de manera que si me apeteciera ir un día a África, pueda hacerlo navegando dentro de mis dominios”. O habla de su casa, “de cuatro comedores, veinte dormitorios, dos pórticos de mármol; en la planta superior, una sala, la habitación en que duermo y el nido de esta víbora”; se refiere a Fortunata, su mujer, allí presente. Lo escatológico, como exhibición de naturalidad y campechanía, tampoco puede faltar en la cena de Trimalción. Al volver a la mesa, después de pasar por la letrina, cree necesario aclarar a sus invitados: “Perdonadme, amigos, hace ya muchos días que no me responde el vientre”. Y añade que prefiere el pan integral al blanco porque “cuando he de hacer cierta cosa muy personal, lo hago sin lágrimas”.

Se detalla el protocolo del banquete y, mientras unos esclavos de Alejandría echan agua de nieve a las manos, otros “nos quitaron los padrastros de los pies con singular destreza” o disponen las espinas de lentisco o un hilillo de plata para limpiar los dientes, la vasija para orinar en la mesa y todo ello sin dejar de cantar, que más parecía aquello “un coro de pantomimo y no un comedor de una casa particular” donde actuaban equilibristas, declamadores, músicos infames, bailarines.

Y desfilan por el escenario del banquete el liberto Habinas, que hace su entrada triunfal al final del banquete y trabaja en el mausoleo de Trimalción. Centella es la joven y elegante mujer de Habinas y Fortunata, la anfitriona, la deslumbra y le pone en las manos, para que nota el peso, “las pulseras de oro, las ajorcas de oro trenzado, y unos botines bordados igualmente en oro”. Ante la admiración de Centella, Trimalción ordena que le regalen todas esas joyas a la mujer del escultor. Fortunata, con más referencias por parte de Trimalción que presencia en el banquete, provoca una discusión de celos por las preferencias de su marido hacia un esclavillo joven y recibe el menosprecio de él. “Flautista siria”, la llama, comprada en el mercado de esclavos. “Casandra en zapatillas”, y ordena al escultor que quite la estatua de ella del mausoleo, “así, al menos, después de muerto, no tendré discusiones”.

Y como todos los grandes libros, y éste lo es, resulta difícil hablar de ellos, transmitir lo que hay debajo de cada línea, entre palabras. Así que pasen y rían y diviértanse un rato.

Tomás Hernández.

 

También podría gustarte