En septiembre la luz pierde el brillo acerado del estío y cae con mansedumbre en la pared del patio. Es una luz humilde, como de aldea o pueblo que quisiera pasar inadvertida. Marca esa luz la vuelta a la rutina, a los uniformes escolares, la mesa de trabajo, el rincón en el cuarto donde pasa la vida y buscamos la hora del descanso. Convierte el tiempo en experiencia íntima, la palabra en susurro.
Junto al mar la luz es maravilla, espacio abierto y silencioso y hasta los pasos suenan de una forma distinta por las calles, con un aire de cercanía y costumbre. Con ella empieza el año, las faenas del hombre, el rodar de las estaciones.
Con esa luz acaban las mañanas en el patio. No hemos leído los libros que queríamos, pero hemos viajado con Darwin en el Beagle, compartido su extrañeza entre los pájaros que ignoraban la presencia del hombre o hemos bebido con los gauchos, elegantes y orgullosos, que nunca bebían solos y tomaban por ofensa que se rechazara su invitación. De ese libro, “Diarios del Beagle”, me quedan dos imágenes, la fascinación de Darwin por la desolada belleza de algunos paisajes y el fervor con que habla del asombro ante lo desconocido.
También este patio volverá a su rutina, a ser sombra en la casa, el rincón de la lluvia. Hablaba Borges de la manera en que los lugares donde hemos pasado algunos de los días de nuestras vidas, las calles, las casas, las habitaciones, nunca nos abandonan. De este patio quedan las sobremesas con amigos, el silencio, la sombra de los libros que no hemos leído.
¡Feliz luz de septiembre y gracias por la compañía!
Tomás Hernández.