Antes de entrar en el librito de Teofrasto, “Los Caracteres”, “pequeño gran libro” lo llamó J. M. Edmonds, recordé, con el cariño de siempre, a mis alumnos y alumnas de aquellas clases de Literatura Universal en el Instituto Antigua Sexi. Creo que fue uno de los libros con el que más disfrutaron y más nos reímos. Y, antes de abrir “Los Caracteres”, fui a ver qué decía nuestro Diógenes Laercio, creador del chisme erudito. Y alguno hay. Por ejemplo, este: “Cuenta Aristipo en el libro cuarto de “Sobre la molicie de antaño” que Teofrasto “estuvo enamorado de Nicómaco, el hijo de Aristóteles, aunque era su maestro”. Aristóteles fue el maestro de Teofrasto; su verdadero nombre era Tírtamo de Lesbos, pero Aristóteles, admirando sus buenas maneras y su saber, lo llamó Eufrasto, “el que habla bien” y luego, Teofrasto, “el que habla como un dios” (sic). A él encomendó Aristóteles la educación de Nicómaco y la continuidad de la Academia. El Jardín lo llamaron que es palabra que remite más al ocio y la belleza.
En el texto de Laercio me sorprendieron tres cosas. La enumeración de los títulos de Teofrasto, más de doscientas obras sobre los más curiosos asuntos, desde los tipos del saber a las variedades de los frutos. Y cuando acabas de pasar las cuatro o cinco páginas de títulos, añade Laercio: “Lo que resulta, en conjunto, (toda la obra de Teofrasto), doscientas treinta y dos mil ochocientas ocho líneas”. ¿Cómo las contó? También recoge Laercio el testamento completo del filósofo de Lesbos. Dejó dinero para el embellecimiento de la ciudad, Atenas. Repartió sus bienes entre sus allegados. No tuvo hijos, nunca se casó para dedicarse exclusivamente a su trabajo intelectual, decía él. Recuerda en su testamento a los esclavos, los que deja libres, los que regala a sus amigos, “doy además Carión a Demótimo y Dómax a Neleo”. Sólo de uno dice: “A Eubeo, que lo vendan”. Parece que no le caía muy bien al bondadoso de Teofrasto.
Es frecuente, creo, hacer una “cala” en el libro antes de leerlo, sobre todo si es poesía, ¿verdad? Detenernos en algún pasaje, algunos versos. No recuerdo, ni es necesario, cómo fue esa cala de lectura en “Los Caracteres”, pero sí el relato que más veces he recordado. Es el capítulo XXVII, “Del afán tardío de educación”, pero que en realidad trata de un comportamiento inapropiado para la edad, un afán tardío de juventud. Se trata, dice Teofrasto, de un individuo que imita el vocabulario de sus hijos, participa en carreras de jóvenes donde siempre llega el último, se machaca en el gimnasio, le gusta llamar la atención, alardea de sus amoríos como un adolescente, asiste a las reuniones de las “hermandades” de estudiantes y en los baños, “en el caso de que estén cercanas unas mujeres, intenta marcar unos pases de baile, mientras él mismo tararea la melodía”.
Todos los relatos tienen su gracia, pese a que la profesora Elisa Ruiz García dice que su griego es conversacional y poco cuidado. Así el primero, sobre el fingimiento, y el segundo, de la adulación. Y alguno más que veremos. La técnica narrativa es siempre la misma. Incluso las expresiones. Primero se define el defecto del que se va a hablar. “Se podría definir la adulación como un trato indigno de sí mismo, pero ventajoso para quien lo practica”. Luego, detalla el comportamiento, “el adulador es un individuo que…”
Son muchos los defectos, no vicios, como aclara la profesora Ruiz García, traductora de “Los Caracteres”, Gredos. Pasa por sus páginas el charlatán, que no es lo mismo que el locuaz. El charlatán habla mucho y sin sentido; el locuaz habla mucho también, pero con sentido. Critica al amante de contar novelerías que hace pasar como propias, al insatisfecho de todo, al gorrón. “La gorronería es un menosprecio de la opinión ajena por mor de una ganancia deshonrosa”. El gorrón es un individuo que pide prestado a los invitados, va a cenar, sin que se le espere, a casa ajena y coge de la mesa un tajada de carne y pan para su esclavo y ahorrarse la cena. Si va de compras le recuerda al tendero los favores que le debe y saca un hueso gratis al carnicero. Cuando invita al teatro a sus huéspedes, escamotea la entrada y al día siguiente manda a sus hijos con el liberto. En los baños públicos lava la ropa, desnudo él en el agua, y cuando le reclaman el pago dice que sólo lavó la ropa.
La traductora de “Los caracteres” se pregunta sobre la finalidad de la obra, al no ver en ella una intención de perpetuarse, que es lo que define la literatura. Sugiere que quizá se trate de unos apuntes para charlas de sobremesa entre maestro y alumnos, que servirían para un debate de costumbres. Sea como sea, lo que hay en este “pequeño gran libro” es un clásico desacralizado que es el primer paso para acercarnos a las ideas y a las personas. Y hay un libro divertido y un espejo de lo que fuimos, lo que somos, quizás lo que seguiremos siendo.
De “Los Caracteres” hay una traducción célebre que hizo el moralista francés del XVII, Jean de la Bruyère, donde añade unas máximas y aforismos propios sobre los asuntos más diversos. “Un escritor mediocre cree escribir divinamente, el bueno sólo cree hacerlo razonablemente”. O “el amor que nace súbitamente es el más dificil de curar”. Supe por primera vez de La Bruyère por el título de uno de los libros de poemas de Guillermo Carnero, “Variaciones y figuras sobre un tema de La Bruyère”. ¿“Quién es La Bruyère”? le pregunté. ¿”Un físico”? Así andábamos.
Tomás Hernández