Las mañanas del patio / Vino, primero, pura [Antología Palatina] / Tomás Hernández

A todos nos ocurre, creo yo, que un título que nunca hemos leído aparezca de vez en cuando  en nuestras lecturas. Uno de esos títulos era para mí la “Antología Palatina”. Pero en los días de la pandemia, donde el tiempo era como un chicle pegajoso que se estiraba, empecé a leerlo. Sin decepción siquiera, poco esperaba de un centón de poemas alejandrinos de los siglos IV a I a. C. No tengo prejuicio en dejar un libro que me aburra o, incluso, posponer la lectura porque ha aparecido otro que me aviva más. Aún así, todas las mañanas hojeaba un rato algunos poemas de la “Antología”. Me pasa con algunos libros de lenguaje pobre y llenos de lugares comunes, que me cuesta dejarlos y no sé por qué. Con esa actitud leía la “Antología”.
La “Antología Palatina” llegó a nosotros en un manuscrito anónimo del siglo X. Aquellos copistas silenciosos que se comunicaban con gestos. Recoge el libro casi mil poemas, casi todos ellos breves. Sus asuntos son variados, dice Manuel Fernández-Galiano, autor de la edición en Gredos. Tratan de amores, nostalgias, epitafios, ofrendas a los dioses, maldiciones, lamentos, loas, burlas de eruditos, naturaleza, erotismo. Y nos previene el propio editor: “No todas las creaciones poéticas tienen mérito literario y acerca de muchas de ellas se plantea el problema de si constituyen  o no verdadera literatura”.
Iba a dejar de lado el libro, después de esta advertencia, aunque había leído ya casi un tercio. El poema 346 es la descripción de un bajorrelieve en una de las paredes de una casa de campo propiedad de un juez o magistrado. Representa a la diosa Ártemis con una antorcha en la mano y a las Gracias bailando sobre el césped y las flores, “y que puedan las Gracias con sandalias aladas pisar las flores”. Bajo la anécdota, el poema si lo desnudamos de lo superfluo y circunstancial, es una invitación al gozo. A partir de ese día leí la “Antología” de otra manera. Había en algunos poemas unos versos, una imagen, una sugerencia que seguía siendo poesía aunque apareciera entre aquella retórica abigarrada. Y había además una dispersión incesante de asuntos sin orden ni finalidad, repetidos, formulados de distintas maneras. Como los cristales de colores en un caleidoscopio. Se recogía la memoria de un poeta del que sólo se conservaba su nombre y un epitafio a un saltamontes. Se lloraba la muerte de una tórtola, la soledad de la rama sin su canto. Se alaba la belleza de Laíde, codiciada y expuesta en las gradas del templo. Se describen las ofrendas que hacían las muchachas de sus ropas de niña, sus juguetes, y los quemaban a los pies de la diosa. Con este ritual iniciaban su pubertad.
Tomé la costumbre de añadir en algunos poemas una versión propia para aclararme o recoger lo más sugerente o algunos versos dignos de recordar. Del poema que mencionamos antes, el bajorrelieve de Ártemis, intenté recoger en lenguaje actual la invitación al gozo que nos parecía latir allí todavía:
Antorchas
Que en las esquinas ardan las antorchas
e ilumine su lumbre la ciudad,
que los amantes busquen en las sombras
la estatura del cuerpo y el abrazo,
que su dicha sea el agua por las fuentes,
mientras juntos se alzan para el beso
y aplastan sus sandalias los jazmines.
Del epitafio del saltamontes, estas pocas palabras:
Saltamontes
Sólo queda su nombre en una larga lista,
sabemos que ensalzó la bravura de Leónidas
y escribió un epitafio sobre un saltamontes,
la irisación verdosa de las alas,
un último fulgor ante la muerte.
De la muerte de la tórtola:
Tórtola
Bajo forma de dardo vio la muerte
la tórtola posada en el olivo,
mudos están el aire y los caminos
y vacía la rama de su canto.
Y el episodio de Laíde en las gradas del templo:
Laíde
De azafrán perfumado eran sus labios,
olía su belleza al árbol de la mirra,
por ella las mujeres arañaron sus rostros
y bebieron sus lágrimas. Laíde
en las gradas del templo, codiciada. 
Son muchos los poemas amorosos, “por dos veces ardí en esa llama / cuando dejé de amarlo, cuando lo amé de nuevo”. Me sigue emocionando el poema de Irina, la muchacha de Lesbos, que no podía escribir porque era pobre y trabajaba, “de la rueca al telar”, dice ella, pero dejó unos trescientos versos.
Irina
En la isla de Lesbos, la muchacha
de diecinueve años hablaba con las musas,
dejó trescientos versos, muy pronto relegados
por la fama de Safo. Se olvidaron
los tercetos de Irina, que entre rueca y telar,
hablaba con las musas.
Y los desnudos aforismos: “Tú que vendes las flores y tienes su belleza”. O “Aquí el amor ya no podrá dañarte, / pues no hay fuego que encienda las cenizas”.
Quizá alguno de estos poemas encierre todavía la desnudez primera de que hablaba Juan Ramón, que aún sigue viva si nos atrevemos a despojarla “de no sé qué ropajes”, decía él.
Tomás Hernández
 

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